Gatos viajeros (I): Casper, Camilo y Cascabel

Gato en Valldemossa (Mallorca)

Gato haciendo turismo en Mallorca. Al fondo, la famosa cartuja de Valldemossa, la de Chopin y George Sand.

Se ven pocos gatos esperando el autobús o haciendo un tour panorámico. Tampoco es habitual tropezarse en un sendero serrano con uno de ellos. Sin embargo, ha habido y hay gatos que desafían a la regla general, gatos viajeros que no nos hacen perder la esperanza, a los que somos amos, de que algún día los nuestros se vayan de vacaciones y nos dejen un mes en paz.

Los gatos tienen una serie de características que los hacen inconfundibles, aparte, claro está, de la muy evidente de parecer gatos a simple vista. Duermen 23 horas al día, comen gambas como nuevos ricos, encajan mal las bromas con agua y devoran a los amos que tienen la poco previsora costumbre de morirse sin dejarles antes el comedero bien lleno de sus croquetitas. Sobre todos estos rasgos, a cual más adorable, destaca el de su acusada territorialidad. El gato siente por el pequeño territorio en que habita una pasión enfermiza, excluyente, abertzale. El gato, movido por esa proverbial curiosidad que lo mata a veces (hasta siete), puede explorar el territorio contiguo al suyo, donde quizá haya una gata en celo o una fábrica de gambas, pero lo que ocurre unos cientos de metros más allá le resbala. El gato no es nómada, vaya. Un gato que se aleja de su cesta acolchada al lado del radiador y de su dispensador de comida para ir a correr aventuras por el mundo no es un gato, es otra cosa, a pesar de que pueda parecer un gato a simple vista.

Pero en esto, como en todo, hay excepciones: gatos que se desplazan más de la cuenta y que nos gustan doblemente, por ser bichos raros (como nosotros) y por ser viajeros (como nosotros). Parece ser que los faraones egipcios navegaban en sus falúas acompañados de gatos, a los que usaban para cazar pájaros en los sotos del Nilo, y que allá por el año 900 antes de Cristo los fenicios inauguraron la costumbre de llevarlos en los barcos mercantes para mantener a los roedores a raya, costumbre que se convertiría con el tiempo en una tradición universal inquebrantable, a tal extremo que las carabelas y los galeones no zarpaban hacia América si no había un gato a bordo. Pero éstos, obviamente, no eran auténticos gatos viajeros: eran gatos que se dejaban llevar.

Un viajero, de la especie que sea, ha de sentir el impulso de salir y hacerlo con cierta asiduidad. Como Casper. Casper es, o era (porque la noticia la leímos hace un par de años en The Telegraph y Casper ya tenía 12, unos 64 en la escala humana) un gato inglés, de Plymouth para más señas, que todos los días, a las 10.55, se subía por su propio pie (bueno, pata) en el autobús número 3, ocupaba un asiento del fondo y, después de recorrer el puerto, el centro de la ciudad, varios suburbios y el barrio rojo, se apeaba en la misma parada una hora más tarde, sin que nadie le ayudara ni le dijese nada. Así, durante cuatro años. Cuando el hecho fue descubierto por la prensa, en 2009, Casper ya había viajado de gorra unos 32.000 kilómetros y Susan Finden, su ama de 65 años, hizo estas reveladoras declaraciones: “Casper siempre desaparecía durante horas, pero yo nunca supe dónde iba”. De hecho, decía Susan, le bautizó Casper “porque tenía la costumbre de desvanecerse como un fantasma”. Y la explicación más plausible para los asombrosos viajes de Casper, según la atónita ama, no era otra que ésta: “Yo antes solía coger también el mismo autobús, así que seguramente él me vio y sintió curiosidad por lo que estaba haciendo”.

Más sorprendente que un gato que se pasea en autobús por una ciudad, con el plácet de los pasajeros y los conductores, es un gato que se echa al monte, con lo poco que les gusta a estos felinos el frío, la lluvia y la ausencia de cojines. En España hubo un gato montañero que alcanzó cierta notoriedad. Se llamaba Camilo y era del pueblo abulense de Pedro Bernardo, en las estribaciones surorientales de la sierra de Gredos. Su historia la contó el dibujante, humorista y montañero Enrique Herreros en un artículo titulado Un gato alpino que apareció en el diario Arriba el último día de 1955 y que no nos resistimos a reproducir extensamente porque es encantador y porque nos ahorra mucho trabajo: “Se trata de un gato montañero y casi esquiador, ya que sus correrías las efectuaba en la época invernal. Desmintiendo el refrán de que el gato escaldado huye del agua, en cuanto caían los primeros copos de nieve abandonaba el dulce hogar y se echaba al monte viviendo sobre el terreno. Era un gato con espíritu de comando y hasta con nombre. Le llamaban Camilo en recuerdo a que estuvo a punto de sucumbir a manos de un racional del mismo nombre que se dedicaba al comercio de pieles. Los días claros y soleados, cabreros y pastores le vieron pasear por riscos y quebradas. Tenía una habilidad especial en gatear, nunca mejor empleada la palabra, por llambrias y cornisas. La necesidad le había transformado en un consumado cazador y sorprendía a las ardillas, adormiladas en su siesta invernal, en las ramas más elevadas de los esbeltos pinos. Con el piolet de sus uñas no vacilaba en taladrar la nieve, como un experto en hielo atraviesa una cornisa, y sacaba a los conejos indefensos de su madriguera. Los diminutos y afelpados conejillos de las nieves eran una presa fácil y un sabroso aperitivo. Sabía esperar pacientemente, camuflado (era blanco y negro) entre las escarchadas ramas de los arbustos, al aterido pajarillo que se posase en ellas. Su zarpazo era seguro y temible. La llamada de la selva hervía y resucitaba en él con la ascendencia de remotos y terribles antepasados. ¿Fueron así todos los gatos en los orígenes? ¿Son hoy día mofletudos y diminutos tigres venidos a menos? Durante nueve primaveras volvió al tibio hogar, lustroso y nostálgico; pero a la décima no volvió más. ¿Se quedó para siempre en la serranía? ¿Fue pasto de los buitres? Siempre quedará en el misterio el fin del gato montañero. Una extraña historia de un gato carpetovetónico en la sierra de Gredos”.

Para acabar, y para que nadie nos acuse de escribir nuestros textos con lo que han escrito antes otros, vamos a contar el curioso caso de un gato que conocemos, el de Paco Ruiz Martín, el propietario de La Tienda Verde, la famosa librería de viajes madrileña. Cascabel, que así se llama, se tropezó con Paco cuando tenía un año (el gato, no Paco) en el pinar que hay por encima de la colonia de Camorritos, en Cercedilla (Madrid), y enseguida quedó claro que era un gato de la casta de Camilo, montañero, pues siguió a nuestro amigo caminando por la vereda de la Fuenfría cosa de un par de kilómetros, distancia fabulosa para un animal territorial. Paco lo adoptó, sin saber que era el gato, como siempre pasa en estos casos, el que lo había adoptado a él. Tres años después, a Cascabel se le puede ver sesteando plácidamente al sol en el escaparate de la tienda de la calle Maudes, sobre las guías de viajes y los mapas topográficos, un colchón muy adecuado para un gato tan andarín. Todos los días, a las diez y media de la noche, Cascabel se acerca a Paco y le transmite telepáticamente (y cuando falla la telepatía, con maullidos taxativos) que es la hora del paseo. Y entonces ambos, hombre y gato, salen unidos por una correa a darse un garbeíllo de media hora por la ciudad, recordando el inicio de su hermosa amistad en una vereda de la sierra de Guadarrama.

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5 respuestas a Gatos viajeros (I): Casper, Camilo y Cascabel

  1. Javier dijo:

    Como amante de los animales y como persona que compartí con mi gato 23 años de mi vida, y que coincidieron con los 23 años de vida de él, siento las palabras de Andrés como mías. Me ha encantado lo que nos cuenta, y cómo lo cuenta. Gracias, Pepo, por el enlace.

  2. Ángela Raya dijo:

    Gino, bellísimo siamés+romano de ojos azules que falleció con 17 años, viajaba en el asiento del coche, paseaba, con arnés y correa, hasta llegar al parque cercano donde seleccionaba uno de los centenarios olivos -siempre el mismo- y, tras unos minutos de contemplación, se echaba a reposar junto a su tronco, no sin levantar la mirada en dirección a la copa de árbol varias veces… Cuando íba de visita subía las escaleras saludando a todo el que encontraba, se asomaba a las puertas abiertas, sin entrar, conocía su destino; andaba por la sierra o recorría las calles de la ciudad, junto a mí, eso sí. Inolvidable…

  3. andrescampos dijo:

    La verdad, Manuel, es que me acuerdo muy vagamente de Bisbis, seguramente porque en aquellos años yo odiaba minuciosamente a los gatos. Sí me suena lo de que su nombre se barajó para la cartera de Fomento, junto con los de Borrell y Ágatha Ruiz de la Prada. Sin duda hubiera sido un buen ministro del ramo. Todo el mundo sabe que los gatos son grandes constructores. Los míos, en cuanto me descuido, montan un Scalextric.

  4. manuel dijo:

    Yo también soy de gatos, aunque no sean madrileños. Creo que te acordarás que tuve uno, Bisbis, que vivió (y durmió) 17 años conmigo. Llegó a ser tal la sintonía que se aposentaba entre mis manos y el teclado cuando trabajaba en el ordenador. Era muy listo, su nombre sonaba como posible titular de la cartera de Fomento. Luego, pasó lo que pasó….

  5. Pues sí, Andrés, simpático tema el de hoy. Me ha gustado. Esos pequeños animales de compañía inherentes en muchas ocasiones al hotel rural. Como los propios muebles de la casa. Soy más de perros, pero hay que reconocer que los gatos nunca faltan. Tu post me ha recordado una foto de un San Bernardo tumbado al lado de la chimenea en una casita de turismo rural asturiana… Tengo que buscarla. Un abrazo.

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