Del Guadiana al Guadalquivir, por toda la orilla (Huelva)

Playa de Mazagón

La playa de Mazagón, como casi todas las de Huelva, se conserva casi, casi como en tiempos de los fenicios.

Una ruta memorable por la Costa de la Luz: 150 kilómetros de arenas doradas que dibujan, desde Ayamonte hasta Doñana, la sonrisa más amplia y luminosa del litoral andaluz. Este ancho mundo, este infinito paisaje de playas bordadas de dunas y pinos piñoneros (en lontananza, los barcos pescando la sardina y el camarón), apenas ha cambiado desde que Tartessos tuvo aquí su asiento y los comerciantes fenicios y griegos se aventuraban por estos mares.

Dicen que lo que empieza mal, acaba mal, pero cualquiera que conozca el joven Guadiana de La Mancha, un regato flaco e intermitente como el juicio de don Quijote, se frotará los ojos al descubrirlo justo antes de que se lo beba el mar, convertido en un hermoso río de medio kilómetro de anchura y diez metros de profundidad, como si en el ínterin no hubiese atravesado parte de Extremadura y de Andalucía, sino un lluvioso país tropical.

Recostada en un cerro a orillas del Guadiana, encontramos la vieja Ayamonte. En el barrio de la Villa, en lo más alto, estuvo el castillo árabe sobre cuyas ruinas se levantó el Parador, un vistoso lugar al que, estemos o no alojados, debemos subir al atardecer para explayar la mirada sobre la desembocadura del río, señoreada ésta por la esbelta silueta, futurista, del puente atirantado que une España y Portugal. El resto del casco urbano se ensancha, salpicado de iglesias góticas, plazas forradas de azulejos y casas de indianos –que aquí llaman brasiles–, hasta el puerto donde diariamente se descargan las delicadeces del tapeo local: los boquerones, las sardinas, los jurelitos y la raya, que en pimentón, como la hacen en el bar Cortada, es como mejor está. Para variar, jamón de la sierra de Aracena. Para beber, vinos del Condado.

A 16 kilómetros de Ayamonte, recorriendo la costa hacia naciente, se halla Isla Cristina, uno de los principales reclamos turísticos del litoral onubense. Con diez kilómetros de playas de arenas doradas en las que ondean un par de banderas azules, medio centenar de restaurantes, 27 hoyos de golf y más de 3.000 plazas en hoteles de calidad (incluido el primero de cinco estrellas que se abrió en la provincia), el que se lo pasa mal en Isla Cristina, es porque quiere.

Casa-museo de Zenobia y Juan Ramón / playa de Doñana

Casa de la infancia de Juan Ramón, en Moguer, y barca con el escudo del Betis varada en la playa de Doñana.

Más al este, está Lepe, población que tan sólo ofrece a la curiosidad del viajero una bonita plaza y una iglesia mudéjar. Hace años se celebraba un concurso de chistes. Ya no. Más miga tiene la vecina ciudad de Cartaya, que, habitada desde tiempos de los fenicios, se apiña blanquísima alrededor de su castillo romano, luego árabe y por fin de los Zúñiga, dominando el curso bajo del Piedras. Un río éste que, en su desembocadura, protagoniza uno de los fenómenos geomorfológicos más espectaculares de las costas andaluzas. Es la llamada Flecha de El Rompido, una barra arenosa de diez kilómetros, formada por la corriente del Atlántico, que crece a razón de 40 metros al año, obligando al Piedras a dar un rodeo cada vez más largo para morir. En el playazo resultante, que es parque natural desde 1989, resulta más fácil tropezarse con una bandada de gaviotas o de cormoranes que con una familia de bípedos implumes.

La siguiente estación de nuestra ruta costera, Punta Umbría, no era más que un poblado de pescadores con cuatro chozas y una torre-almenara del siglo XVII hasta que en 1896 llegaron los ingleses de las minas de Riotinto y comenzaron a levantar, a orillas del Odiel, sus chalés de junco y madera. Hoy, con casi 15.000 habitantes censados y cerca de 100.000 en verano, Punta Umbría es famosa por sus playas kilométricas y, también, por sus espacios naturales: la laguna del Portil, los Enebrales y, sobre todo, las marismas del Odiel, que es el humedal más importante del litoral andaluz después de Doñana. En sus casi 7.000 hectáreas de canales, islotes, esteros y aguazales, pueden avistarse más de 300 especies distintas de aves, desde las rarísimas pagarzas hasta las habituales espátulas, las cuales se reúnen aquí en número increíble (aproximadamente, la tercera parte de todas las que crían en el continente europeo), organizando un guirigay en los carrizos que recuerda vivamente  el crotorar de una cigüeña, sólo que multiplicado por mil.

Para recorrer la otra mitad de la Costa de la Luz, la oriental, tenemos que atravesar la capital onubense y, haciendo como que no vemos (ni olemos) las industrias que nos acompañan hasta la salida de la ciudad, arrimarnos al monasterio de La Rábida, donde, alrededor de sus dos claustros chiquitos, como de convento de muñecas, se cocinó la mayor aventura de la humanidad: el descubrimiento de América. Sabido es que Colón convenció aquí de sus locos proyectos a fray Antonio Marchena y fray Juan Pérez, quienes, a su vez, consiguieron introducirlo en la Corte. El vecino muelle de las Carabelas, donde están atracadas tres fieles reproducciones de aquellas pequeñas grandes naos; el monumento a Colón, obra en rubia piedra de Niebla de la escultora Gertrudis V. Whitney, que atalaya desde sus 37 metros de altura la confluencia de los ríos Tinto y Odiel; y la población de Palos de la Frontera, punto inicial de la travesía y madre de 60 de los 90 marineros que la hicieron posible –incluidos los Pinzones–, son otros hitos insoslayables de la ruta colombina por tierras de Huelva.

Claustro mudéjar del monasterio de La Rábida

Alrededor del claustro mudéjar del monasterio de La Rábida se fraguó la mayor aventura de la humanidad.

A siete kilómetros de Palos, río Tinto arriba, aparece, rodeado de campos de fresas, el impecable caserío blanco de Moguer, cuna del poeta Juan Ramón Jiménez (1881-1958), premio Nobel de Literatura en 1956, al que no hay dedicado un solo museo, sino dos, en la casa donde nació –calle de la Ribera– y en la que pasó la mayor parte de su infancia –calle Juan Ramón Jiménez–. La joya monumental de Moguer es Santa Clara, un monasterio construido entre los siglos XIV y XVI que, por fuera, parece una fortaleza pero, por dentro, es el cielo hecho patio, con su claustrillo mudéjar y su claustro grande o de las monjas. Y la joya natural, la playa de Mazagón, por la que el municipio se asoma al Atlántico. Trece kilómetros mide este trozo de planeta solitario y arenoso, hacia la mitad del cual, sobre una duna fósil acantilada de 40 metros de altura, se erige el mejor Parador que hemos catado nunca, un hotel con terrazas abiertas al océano, piscina climatizada y cocina de la que sale lo mejor de la provincia: jamón de Jabugo, gambas, langostinos, coquinas… Es, como alguien ha dicho sin exagerar, el jardín trasero de Doñana.

En Matalascañas, la carretera que nos ha acompañado fielmente a lo largo de la costa, se desvía tierra adentro, hacia Almonte, pasando por la aldea-santuario de El Rocío. A primera vista, Matalascañas puede dar la impresión de ser una simple urbanización (que lo es, y gigantesca), pero una mirada más atenta descubre dos lugares con personalidad, que merece la pena visitar: el parque Dunar –un paraje de dunas fósiles con senderos que culebrean entre pinos piñoneros, sabinas y retamas– y el museo del Mundo Marino, en el que se exhiben réplicas de ballenas, cachalotes y delfines efectuadas a partir de ejemplares hallados en aguas onubenses y gaditanas, así como el esqueleto y el molde del rorcual común, de cuatro toneladas de peso. Además, allí al lado, tras el último bloque de apartamentos, arranca una playa virgen de 28 kilómetros, que dicen que es la más larga de Europa y por la que los amigos de andar (pero mucho) pueden alejarse, orillando el parque nacional de Doñana, hasta alcanzar el estuario del Guadalquivir.

Otra opción (en realidad, la única razonable) son las excursiones en vehículos todoterreno que parten del centro de visitantes de El Acebuche, a tres kilómetros de Matalascañas por la carretera de El Rocío. En cuatro horas, recorreremos los ecosistemas más representativos del parque –la playa, las dunas, la vera, las marismas y los cotos–, llegando hasta la misma desembocadura del viejo Betis, frente a la población gaditana de Sanlúcar de Barrameda. Antes, al pasar por el cerro del Trigo, habremos visto los hoyos que hizo a principios del siglo pasado Adolf Schulten –el mismo hispanista y arqueólogo alemán que desenterró Numancia– mientras buscaba la mítica Tartessos. Obviamente, aquella ciudad de hace 3.000 años no era como Matalascañas y, con las vagas referencias de los textos clásicos como única ayuda para localizarla en la vastedad arenosa de la costa onubense, Schulten no encontró nada.

Marismas del Odiel

Las marismas del Odiel, junto a la capital onubense, son otro de los grandes tesoros naturales de esta costa.

Cómo llegar. Ayamonte, punto de partida de la ruta, está bien comunicada por la autovía A-49 desde Huelva y Sevilla, ciudades de las que dista 52 y 146 kilómetros, respectivamente. Comer. Azabache (Huelva; 959 257 528): uno de los mejores lugares de la capital para tapear en barra y también para comer sentado gambas y coquinas, pimentadas y huevas de choco; además, gran jamón ibérico y pescado a la plancha. Acanthum (Huelva; 959 245 135): cocina creativa con productos de temporada en un bar de tapas y en un comedor de ambiente contemporáneo. Tabla (Punta Umbría; 959 310 757): chiringuito en la playa de La Canaleta, famoso, entre otras cosas, por su rodaja de corvina a la plancha. El Lobito (Moguer; 959 370 660): bodega tradicional para comer por poco (10 o 15 euros) carnes a la brasa o raciones de jamón, chocos, rabo, acedías, cazón... Dormir. En los hoteles de Isla Cristina se pueden encontrar habitaciones desde 48 euros. Otra buena opción es el Parador de Mazagón (Playa de Mazagón; 959 536 300), uno de los mejores de la cadena, en el parque de Doñana, con vistas al mar, dos piscinas y restaurante donde se cuida la cocina regional. Más información. Turismo de Huelva: 959 650 200.

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