Tejos del arroyo Barondillo (Rascafría): los abuelos de Madrid

Tejo del arroyo Barondillo

Diez metros de circunferencia tiene el tronco de este tejo monumental, quizá el árbol más anciano de Madrid.

Legendarios, tóxicos y muy longevos, los tejos han sobrevivido al hacha y al cambio climático ocultos en las nieblas del alto Lozoya. Para que el tronco de estos árboles alcance un perímetro de diez metros, como tiene uno de ellos, han de pasar muchos años. Cientos. Incluso más de mil. Para verlos, solo hay que caminar una hora y media de ida y otro tanto de vuelta. O sea, nada.

En la Comunidad de Madrid hay, según el catálogo elaborado por las autoridades del ramo (en este caso, de la rama), más de 250 árboles singulares. Muchos se hallan en entornos urbanos, fincas particulares o zonas de acceso restringido: como el hayedo de Montejo, que para visitarlo hay que reservar con antelación y luego caminar por un sendero obligatorio de la mano de un guía (¡qué divertido!). Algunos otros, sin embargo, se prestan a una grata excursión, sobre todo en verano, cuando sus copas se revelan como enormes y eficaces parasoles. Es el caso de los tejos del arroyo Barondillo, que están en un sitio fresco a más no poder, el valle alto del Lozoya, rodeados de torrentes, pinares y cumbres las más elevadas de Madrid. Se ve que a ellos el sitio les gusta tanto como a nosotros, porque más y mayores ejemplares no los hay en 300 kilómetros a la redonda.

Inmortal y ponzoñoso, temido y venerado, el tejo ha ocupado desde edades remotas un lugar preeminente en el bosque de los mitos. Los griegos, que juzgaban este árbol procedente de las regiones infernales, lo consagraron a la diosa Hécate, señora del tártaro, sin perjuicio de consagrarles también a sus enemigos unas cuantas saetas impregnadas con su veneno. Teofastro, Dioscórides, Plinio y otros sabios de la antigüedad ratificarían luego en sus escritos lo que aquellos sagitarios habían demostrado ya por la vía de los hechos en el campo de batalla: que el tejo mata.

Puente de la Angostura

El puente de la Angostura, en el alto Lozoya, es paso obligado para quien camina en busca de los viejos tejos.

Otra vieja certeza era la de que el tejo podía llegar a vivir más de mil años. (Junto a la iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña, del siglo XI, vivía uno que se sabía tan antiguo como ella y que fue derribado, no por el peso del tiempo o alguna enfermedad, sino por un fortísimo temporal en 2007). Su longevidad, a la par que su follaje perenne, hacían del tejo un símbolo de vida eterna que cuadraba a la perfección en los camposantos; y por eso mismo fue también costumbre el plantarlo a la vera de los grandes monumentos, para que hubiera un testigo vivo de tanta gloria pasajera.

Fuera ya del paraíso de los mitos y de los símbolos, los farmacéuticos han confirmado que el Taxus baccata contiene en casi todos sus órganos un alcaloide, la taxina, que es un veneno del sistema nervioso y del corazón, que acaba paralizándolo. Y en cuanto a su larga vida, se citan ejemplares que han sobrepasado los dos mil años. Mejor combinación que ésta (toxicidad + longevidad) no se puede pedir para garantizar la supervivencia de una especie, y en buena lógica nuestros montes deberían estar pletóricos de tejos, pero no es así, y la culpa de que no sea así no la tienen ellos, que están eternamente en su sitio sin meterse con nadie, sino los de siempre: nosotros, los hombres.

El futuro es de las ratas y las cucarachas, que se multiplican con extraordinaria rapidez; no de los tejos, cuyo crecimiento parsimonioso se compagina mal con las urgencias del hacha, que siempre ha codiciado su madera dura, compacta, elástica, imputrescible…, y tan resistente, que es fama que un poste de tejo puede llegar a durar más que uno de acero. Si a tal expolio añadimos que el clima es cada vez menos benigno (el tejo apetece nieblas y primaveras sin hielos), pues apaga y vámonos.

Pozas en el alto Lozoya

Uno de los alicientes de esta excursión es poder bañarse en las pozas grandes e impolutas del alto Lozoya.

En la región de Madrid, los tejos están considerados especie protegida desde 1985 y se encuentran, no sin dificultad, diseminados por los barrancos sombríos y vaguadas de Somosierra, Montejo, Miraflores, la Pedriza, Canencia y valle de la Fuenfría. Pero quizá el único grupo que merece el nombre de tejeda (palabra, por cierto, que no registra el Diccionario de la Academia, pese a que es un topónimo frecuente) es el que jalona el curso del arroyo Barondillo, en la ladera nororiental de Cabezas de Hierro, cerca de las primeras fuentes del Lozoya, que aquí se llama aún Angostura.

En el kilómetro 32,400 de la carretera M-604, subiendo de Rascafría al puerto de los Cotos, se desvía a la izquierda una pista forestal cerrada al tráfico que remonta el alto Lozoya a lo largo de un par de kilómetros, lo salva mediante un puente de piedra (el viejo puente de la Angostura) y se divide en dos. Si ascendemos otros cuatro kilómetros por el ramal de la izquierda, llegaremos tras casi dos horas de marcha al punto en que la pista se extingue junto al arroyo Barondillo y, cruzando éste, veremos tejos tan soberbios como el de la Roca, contorsionándose cual hidra entre los canchos de su base; o como el anciano ejemplar que, cien metros aguas abajo, parece estar a punto de expirar por su tronco hueco de diez metros de circunferencia. Su edad es incalculable, pero los expertos aseguran que no hay otro árbol más viejo en toda la región. El doctor renacentista Andrés Laguna, comentarista de la Materia médica de Dioscórides, al tratar sobre el tejo creyó preciso prevenir a los hombres sobre su maldad: “Quise aquí recitar su historia para que se guarde cada uno dél”. Hoy, que se han vuelto las tornas, nos atrevemos a corregir: “… para que cuidemos todos dél”.

Ruta de 12 kilómetros (incluida la vuelta por el mismo camino) y tres horas de duración en total. Dificultad: media-baja. Un mapa de la misma se puede ver en www.excursionesysenderismo.com.

Pescador y tejo

Pescador de truchas en el alto Lozoya y uno de los tejos milenarios que crecen junto al arroyo Barondillo.

Cómo llegar. Rascafría dista 97 kilómetros de Madrid yendo por la autovía del Norte (A-1) y desviándose en la salida 69 para seguir por la carretera M-604. Hay que pasar de largo Rascafría y El Paular, e ir atento a los hitos kilométricos para aparcar cerca del kilómetro 32,400, donde comienza la excursión a pie. Se puede estacionar muy cómodamente en el área recreativa La Isla, que está poco antes. Comer. Los Claveles (Rascafría; 918 691 601): restaurante campestre situado en el área recreativa La Isla, muy cerca del inicio de esta ruta; su fuerte es el cochinillo asado, pero hay también manjares de temporada (corujas, setas, caza…). Los Calizos (Rascafría; 918 691 112): cocina estacional con productos de la zona; también es hotel. Trastámara (Rascafría; 918 691 011): restaurante típico castellano, con horno de leña, del hotel Sheraton El Paular. Dormir. Sheraton El Paular (Rascafría; 918 691 011): habitaciones decoradas con mueble de época en el antiguo palacio de los Trastámara, anejo al monasterio de El Paular. El Rincón de Rascafría (Rascafría; 639 416 797): diez suites de estilo rústico con variada decoración. Casa Granero (Rascafría; 606 362 561): ambiente familiar, cuidado interiorismo y excursiones guiadas gratuitas, incluida la que lleva hasta los tejos milenarios. Más información. Parque Natural de Peñalara (918 520 857 y 918 691 757).

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El Elefantito de la Pedriza (Manzanares El Real, Madrid)

El Elefentito

El Elefantito es de las peñas más reconocibles de la Pedriza, con su trompa, su orejota y su abultada frente.

Peñas zoomorfas (o sea, con forma de animal) hay unas cuantas en la Pedriza: el Pájaro, el Caracol, la Tortuga, la Foca, el Camello… Pero ninguna tan perfecta como el Elefantito, cuya viveza es tal, que no parece haber sido labrada al azar por la erosión, sino por un escultor prehistórico o un montañero con dotes artísticas y mucho tiempo libre. La senda que lleva hasta este Dumbo de granito es una de las más bellas de la Pedriza y de toda la sierra de Guadarrama.

Hay lugares que nos transportan a la luz del alba de la humanidad, que nos incitan a mirar como aquella vez primera en que un hombre vio en las ondulaciones del techo de la cueva de Altamira la exacta disposición de una manada de bisontes, en la constelación de Cáncer un cangrejo o en el nubarrón estival un desfile de todas las bestias lanudas del orbe. Uno de esos lugares es la Pedriza del Manzanares.

Esculpidos por doquier en el granito de la Pedriza, vemos caracoles y tortugas, pájaros y cochinos, focas y camellos, dinosaurios y cocodrilos que nos revelan a la naturaleza como una artista diestra y fecunda, modelo y musa de sí misma. Se objetará que son obras azarosas, hijas de la chiripa y huérfanas de propósito. Pero no cabe duda de que responden a un método de trabajo. Y es que la naturaleza, actuando sobre la piedra berroqueña con la cuña del hielo y el pulimento del agua, no difiere mucho del escultor que se enfrenta a una roca informe sin una idea determinada, dejándose llevar por las vetas y fisuras hasta dar con la forma más sugeridora.

Viendo el Elefantito, que sin duda es la escultura más perfecta de cuantas decoran la Pedriza, cuesta creer que, además de un método material, no exista una secreta intención, una arcana voluntad que maneja las formas repetidas como una especie de código o de guión. Puede que en esta peña no haya arte en sentido estricto. Lo que hay, eso es seguro, es ese asombro ingenuo y primitivo de quien la mira, esa llama que iluminó la carita de la primera humanidad y que hoy languidece en las frías salas de tantos museos.

Mirador del Tranco

Desde el mirador del Tranco se ven las casas de Manzanares, el embalse de Santillana y, al fondo, Madrid.

En busca del Elefantito, vamos a acercarnos al aparcamiento del Tranco (ver mapa de la ruta), a 2,5 kilómetros de Manzanares El Real, para subir por la escalera que bordea por la derecha el restaurante Casa Julián y seguir trepando por la senda de las Carboneras, que está señalizada con trazos de pintura blanca y amarilla. Esta trocha, brusca y zigzagueante como un rayo, no nos dará una tregua hasta llegar en media hora al rellano conocido como el mirador del Tranco, donde podremos tomarnos un respiro con la mirada puesta en el castillo de Manzanares y el embalse de Santillana, un bello cuadro realzado por los canchos de la Pedriza, que le sirven de artístico marco.

A una hora del inicio, alcanzaremos un segundo rellano, la Gran Cañada, una pradera de más de un kilómetro de longitud, con pasto muelle y arroyo bullidor, por la que vamos a avanzar a mano derecha, hacia el este, para desviarnos 400 metros después a la izquierda por la vaguada de las Cerradillas. Aunque no está señalizado el camino, tampoco tiene pérdida: solo hay que seguir el mentado arroyo aguas arriba, por una vereda evidente, hasta coronar, cumplida una hora y media de marcha, el alto donde descuella la peña del Elefantito. Observando el fino detalle con que están labradas su trompa, sus orejotas y su abultada frente, convendremos en que la naturaleza es una magnífica escultora, casi tan buena como haciendo originales de carne y hueso.

Tras admirar la pasmosa viveza de este Dumbo pedricero (solo le falta baritar), continuaremos de frente por la misma vereda, ahora en suave descenso, hasta desembocar en la cercana senda Maeso. Por este histórico sendero, muy tortuoso pero bien marcado con señales blancas y amarillas, descenderemos con franco rumbo sur para atravesar de nuevo la Gran Cañada y pasar al rato junto al inconfundible Caracol, lento como la roca de que está hecho.

En tres horas, a contar desde el inicio, nos plantaremos en el collado de la Cueva, el cual separa la Pedriza grande y salvaje del pequeño macizo periférico del Alcornocal. Será el momento de dejar la senda Maeso, que sigue bajando hacia Manzanares El Real, para desviarse a la derecha por una trocha que lleva directamente al Tranco bordeando la Cara del Indio, otra de las obras con título significativo que expone la naturaleza en el museo de la Pedriza. Una advertencia: en este último tramo, que está sin señalizar (solo hay un hito en el arranque de la trocha), es fácil perder el camino y caer en la tentación de atajar por la máxima pendiente hacia las casas más cercanas, que son los bungalós del camping El Ortigal. Mala idea. La trocha buena va perdiendo suavemente altura, sin apartarse mucho de la base de los riscos, mientras que los atajos conducen inexorablemente hacia la triple alambrada del camping, que no tiene nada que envidiar a la valla de Melilla. Avisado queda.

Senda Maeso

Poco después de rebasar el Elefantito, se entronca con la senda Maeso, que lleva de vuelta a Manzanares.

Cómo llegar. Manzanares El Real dista 53 kilómetros de Madrid. Se va por la autovía de Colmenar Viejo (M-607), desviándose por la carretera M-609 en el kilómetro 35 y luego por la M-608 a la izquierda. El aparcamiento del Tranco se encuentra a 2,5 kilómetros del casco urbano, subiendo por la avenida de la Pedriza. Hay que madrugar, porque se llena enseguida. Datos de la ruta. Itinerario circular de 7 kilómetros y unas 4 horas de duración, con un desnivel acumulado de 450 metros y una dificultad media. No es muy duro, pero carece de señalización en algunos tramos. Conviene llevar impreso o en el móvil el mapa del recorrido. Comer. La Reunión (Manzanares El Real; 918 530 317): restaurante familiar de reciente apertura, frecuentado por montañeros, con chimenea, terraza y zona infantil; muy recomendables, las croquetas y la hamburguesa angus. Parra (Manzanares El Real; 918 539 577): un clásico de la localidad; sus platos fuertes, el arroz con bogavante y la paletilla asada. Rincón del Alba (Manzanares El Real; 918 539 111): especialidad en mariscos y pescados a la plancha. Dormir. La Escala (Manzanares El Real; 600 450 741): coqueta casa rural con cuatro habitaciones, salón con chimenea y vistas a la Pedriza. Mirador La Maliciosa (Manzanares El Real; 654 32 01 91): casa de madera de estilo suizo con restaurante especializado en marisco y caza. La Pedriza (Manzanares El Real; 699 902 763): 11 habitaciones independientes con aire acondicionado, televisión y nevera en un chalé con piscina. Más información. En el Centro de Visitantes de La Pedriza (918 539 978). Y en www.excursionesysenderismo.com, la mayor web de senderismo de Madrid y de la zona centro de España, con 600 itinerarios para todos los públicos.

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Majada de Quila: una noche de invierno en La Pedriza salvaje de hace más de cien años (Manzanares el Real, Madrid)

Covacha de la Majada de Quila
En esta covacha se refugiaron Juan A. Meliá y José Tinoco durante el invierno de 1914. Por poco no lo cuentan.

Esta covacha de los Llanillos fue uno de los primeros refugios de La Pedriza. A su lado, el vetusto Refugio Giner es un Relais & Châteaux. Nada que ver la noche de invierno que pasaron aquí en 1914 dos pioneros del guadarramismo con La Pedriza civilizada y razonablemente segura de hoy en día. Muy cerca, el magnífico arco pétreo del puente de los Pollos (o de los Poyos, tanto da) acrecienta la belleza y el interés de la zona.

Sucedió durante las fiestas de Carnaval de 1914. Juan Almela Meliá y José Tinoco, miembros fundadores de la flamante sociedad de alpinismo Peñalara-Los Doce Amigos, andaban a la sazón reconociendo la zona de los Llanillos con vistas a construir un refugio de montaña en la Pedriza Posterior, cuando se les vino encima tal tempestad de nieve que se vieron obligados a guarecerse en “un agujero cónico que hay en un murallón de granito, orientado al Sur, donde pueden permanecer, sentados o tumbados, hasta tres individuos”. Así describiría cuatro años más tarde el propio Meliá, en su libro Andanzas castellanas, el covacho de la Majada de Quila.

Confiados en que pronto amainaría el temporal, los dos amigos se holgaban cantando el racconto de Lohengrin, el brindis de Amleto y la Celeste Aida; tocando la ocarina, preparándose con alcohol sólido el five o’clock tea y leyendo en alta voz “un librito francés de cuentos no muy espiritual, pero graciosísimo”. Mas pasó la tarde, y pasó la noche. Y al alba, la ventisca, lejos de ceder, había arreciado. Temiendo por sus vidas, pues la nieve amenazaba con sepultarles en su madriguera, Meliá y Tinoco salieron embozados en las mantas y, avanzando a locas por aquella blancura cegadora y uniforme (disparando sus Browning para advertir al mundo de su errática presencia, rodando por las llambrias heladas como peleles zamarreados por el ventarrón…), lograron llegar cuatro horas más tarde, arrecidos y ensangrentados, vivos de milagro, a la garganta del Manzanares, cuando en otras circunstancias solo les hubiera costado bajar tres cuartos de hora.

Puente de los Pollos
El puente de los Pollos (o de los Poyos) enmarca un panorama cautivador a pocos metros de la Majada de Quila.

Recorrer el camino de la Majada de Quila es un homenaje a aquellos pioneros de principios del siglo XX que, arriesgando el pellejo, facilitaron con sus exploraciones el acceso a la Pedriza de multitud de madrileños, una muchedumbre que ha sustituido la ocarina, los libros y el alcohol sólido para hacer el five o’clock tea por sofisticados equipos de montaña y aparatos electrónicos que hacen que recorrer hoy este macizo granítico sea algo tan peligroso como aventurarse por la calle Preciados en Navidad. También es la constatación incuestionable de que el clima ha cambiado, pues para ver nevadas como aquella que cubrió La Pedriza en 1914 habría que viajar, no 50 kilómetros desde Madrid, sino 1.800, hasta Damüls, pueblo del montuoso estado austriaco de Vorarlberg donde todos los años cae una media de 9,30 metros de nieve, récord mundial absoluto.

Para ir a la Majada de Quila, cruzaremos el río Manzanares por el puente que hay junto al aparcamiento de Canto Cochino y seguiremos a la izquierda las señales blancas y amarillas, pintadas sobre rocas, pinos y arizónicas, del sendero PR-M2, las cuales nos van a guiar por el valle del arroyo de la Majadilla, aguas arriba. No hay que confundirlo con el sendero PR-M1, que está igualmente señalizado pero sube más hacia la izquierda, más cerca del Manzanares, hacia el collado del Cabrón. Tampoco hay mucha confusión: nueve de cada diez senderistas tiran por el primero. Por algo lo llaman la autopista de la Pedriza.

El sendero PR-M2 discurre junto al arroyo de la Majadilla durante dos kilómetros largos, hasta llegar a un puente que cruza éste muy cerca del lugar donde se alza, ya en la otra orilla, el refugio Giner (1916). Pero nosotros no lo cruzaremos, sino que proseguiremos con rumbo norte, monte arriba, rastreando las marcas blancas y amarillas del sendero de pequeño recorrido, que ahora remonta el vallejo del arroyo de los Poyos (afluente del de la Majadilla) y zigzaguea por su margen derecha hasta nivelarse en los Llanillos.

Cuatro Caminos
Cruce de Cuatro Caminos, en los Llanillos, con los cuatro hitos que lo señalizan. La Majada de Quila está ya cerca.

A una hora y media del inicio, en una famosa encrucijada conocida como Cuatro Caminos, que está muy convenientemente señalizada con cuatro grandes hitos de piedra, optaremos por el ramal de la izquierda para, en otros diez minutos (a unos 400 metros), desviarnos a la diestra por una vereda evidente que conduce en un decir amén hasta la covacha de la Majada de Quila. Parece chica, pero en ella cabían montañeros colosales como Meliá y Tinoco.

Luego volveremos al punto en que nos desviamos. Otro desvío evidente, 250 metros más adelante del de la Majada de Quila, conduce en breves minutos hasta el puente de los Pollos, un arco pétreo de 15 metros de luz, labrado por la erosión en un sólo bloque de granito, que es una de las formaciones más monumentales y fotogénicas de la Pedriza. Como aquí no hay pollos, ni tiene pinta de haberlos habido nunca, parece más acertado el nombre de puente de los Poyos con que también se le conoce y aparece en los mapas. Poyo, poyal, poyalejo…, son términos comunes en la toponimia serrana. Designan las elevaciones laterales o estribaciones de una montaña.

La prolongación del sendero que hemos seguido desde Cuatro Caminos desciende luego sin extravío posible, bien señalizado con hitos, hasta el Collado del Cabrón, donde lo más fácil es volver a Canto Cochino rastreando las marcas blancas y amarillas del PR-M1, que pasa por allí.

Cómo llegar. El recorrido a pie comienza y acaba en el aparcamiento de Canto Cochino, a 6 kilómetros de Manzanares el Real y 59 de Madrid. Se va desde Madrid por la autovía de Colmenar Viejo (M-607), desviándose por la carretera M-609 en el kilómetro 35 y luego por la M-608 a la izquierda. Siguiendo esta última, se circunvala Manzanares el Real, se pasa una rotonda y se continúa en dirección a Cerceda para coger la primera desviación a la derecha, que conduce al control de visitantes de la Pedriza. Cuatro kilómetros después de cruzar la barrera, se halla el aparcamiento de Canto Cochino. Datos de la ruta. Recorrido circular de 11,5 kilómetros y una duración de cuatro horas y media (incluidas paradas), con un desnivel acumulado de 720 metros. Dificultad: media-baja.

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Mausoleo de los Amantes (Teruel): rica ella, pobre él

Mausoleo de los Amantes

Grupo escultórico de los Amantes de Teruel, labrado en alabastro por Juan de Ávalos a mediados del siglo XX.

Un espectacular centro de interpretación arropa desde 2005 la capilla donde yacen los famosos amantes de Teruel. A su vera se levanta la torre mudéjar de la iglesia San Pedro, incluida por la Unesco en la lista del Patrimonio Mundial. Puede que Teruel no exista la mayor parte del año, pero a mediados de febrero, cuando 17.000 personas vestidas de época recrean la tragedia de Diego de Marcilla e Isabel de Segura, se convierte por unos días en la capital española del amor.

Si a un hombre de hoy en día le dan cinco años para que haga fortuna y así poder conseguir a la mujer que ama, es seguro que la hace, aunque sea robando, y todavía le sobra tiempo. Pero a comienzos del siglo XIII la rueda de la fortuna giraba más despacio, o más honestamente, y Diego de Marcilla no lo logró…, por muy poco. A Diego, que era un pobre segundón, le habían puesto esa condición los ricos padres de su amada, Isabel de Segura, para entregársela en matrimonio, pero cuando volvió forrado a Teruel, acababa de expirar el plazo y, ¡ay!, ella ya era de otro. Desesperado, se entrevistó con Isabel y, ya que la mano no podía ser, le pidió un último beso. Una mujer de hoy en día se lo hubiera dado (y ya puestos, algo más), pero en aquel siglo y en Teruel, Diego se quedó sin beso y sin ganas de vivir, pereciendo al momento de dolor. Lo más triste, empero, aún estaba por llegar. Y es que al día siguiente, en la iglesia de San Pedro, una dama enlutada irrumpió en el funeral y, posando sus labios sobre los de Diego, murió en el acto del mismo mal. Isabel, claro está.

Mauselo de los Amantes

Cripta del moderno Mausoleo de los Amantes y detalle del grupo escultórico labrado por Juan de Ávalos.

Por increíble que parezca esta historia, en 1555 se descubrieron en una capilla de la mentada iglesia las momias de Diego e Isabel, y notarios hubo que levantaron acta de todo, dándolo por cierto. Vivos, los amantes de Teruel no habían tenido mucho éxito, pero muertos iban a inspirar más de 20 obras literarias (entre ellas, un drama de Tirso y otro de Hartzenbusch), una ópera de Tomás Bretón, un famoso lienzo de Muñoz Degrain y las aún más famosas estatuas yacentes bajo las que reposan sus restos, labradas a mediados del siglo XX por Juan de Ávalos. Para darle aún más empaque al mausoleo, en 2005 se construyó pegado a la iglesia un moderno edificio, diseñado por el arquitecto Alejandro Cañada, donde con recursos audiovisuales e interactivos se explican los pormenores de la tragedia, su contexto histórico y su repercusión en el arte. En visitar el mausoleo y la iglesia de San Pedro, con su claustro, su ándito y su torre, joya del mudéjar turolense, se echa casi media mañana.

Mausoleo de los Amantes

Detalle del mural que preside la planta noble del Mausoleo de los Amantes, obra del zaragozano Jorge Gay.

Además de la torre de San Pedro, el impresionante legado mudéjar de la capital turolense incluye las de San Martín, la del Salvador y la de la catedral, todas erigidas entre los siglos XIII y XIV, con pasadizo abovedado para que circulen a través de ellas los viandantes y profusa decoración de cerámica multicolor. También merece la pena dedicar un rato largo a contemplar la techumbre de la catedral, con su armadura de par y nudillo, única en el mudéjar hispánico por su decoración pintada.

Mausoleo de los Amantes

Claustro de la iglesia de San Pedro y detalle de su ábside mudéjar, incluido en la lista del Patrimonio Mundial.

Cualquier época es buena para visitar Teruel y el Mausoleo de los Amantes, pero ninguna mejor que mediados de febrero, cuando la ciudad recrea la tragedia con varias representaciones en puntos clave del casco histórico. Es la fiesta de Las Bodas de Isabel de Segura, declarada de interés turístico nacional, en la que participan 17.000 personas vestidas de época y 400 actores. Escenas teatrales, pasacalles, exhibiciones, juegos, comilonas, jaimas, artesanos y juglares transforman Teruel en una animada villa medieval (ver programa de 2017). Este año, que la fiesta se celebra del 16 al 19 de febrero, la recreación cobra más importancia si cabe al conmemorarse el 800º aniversario de la muerte de la pareja que, gracias al folclore y la tradición oral, ha situado a Teruel en el mapa como la capital española del amor. Se han organizado un centenar de actividades lúdicas y culturales que se extenderán a lo largo de todo 2017. Entre las más llamativas, está el estreno en la iglesia de San Pedro de una ópera compuesta por el músico de la tierra Javier Navarrete. Además habrá concursos de poesía y de relatos, conciertos, exposiciones, visitas teatralizadas y conferencias.

Mausoleo de los Amantes

Mausoleo de los Amantes, al pie de la torre mudéjar de San Pedro, declarada Patrimonio de la Humanidad.

Cómo llegar. El mausoleo está en la Plaza de los Amantes, en pleno centro histórico de Teruel, junto a la iglesia de San Pedro y a cien metros escasos de la plaza del Torico. Comer. La Bella Neda (978 605 917): especialidad en carnes a la brasa. Yain (978 624 076): cocina con un toque moderno y excelentes vinos. Mesón Óvalo (978 618 235): platos típicos aragoneses en un restaurante muy concurrido. Dormir. El Mudayyan (978 623 042): hotelito familiar, céntrico, coqueto, con detalles decorativos inspirados en el artesonado mudéjar de la catedral y salón de té de estilo marroquí. Clá Hotel (978 624 552): pequeño, moderno, pulcro, barato y con buen restaurante. Más información. Mausoleo de los Amantes (978 618 398 y 978 221 143). Turismo de Teruel (978 619 903).

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La leyenda del Montón de Trigo (sierra de Guadarrama)

Montón de Trigo

Cuerda Larga, la Maliciosa, Siete Picos y el pinar de Valsaín, vistos desde la cumbre del Montón de Trigo.

La leyenda de un labrador tacaño que murió sepultado bajo toneladas de cereal ameniza la ascensión al Montón de Trigo, la cumbre cónica e icónica que se levanta al noroeste del puerto de la Fuenfría, dominando las montañas y los pinares más bellos de la sierra de Guadarrama.

Montón de Trigo es un hermoso nombre para una montaña. La idea de una pila de grano, de acaso un muelo de rubio trigo candeal, condice a las mil maravillas con la estampa de esta cónica mole de pedrejones que la trilla geológica fue separando del haz de la Tierra y amontonando, granito a granito, hasta alcanzar los 2.155 metros de altura, junto al puerto de la Fuenfría. Montón de Trigo nos habla, además, de un tiempo en que la sierra de Guadarrama aún sesteaba en el limbo de la autarquía, y en sus laderas menos pendientes cultivábanse grandes parcelas con cereal: eran las suertes o quiñones, que hoy yacen sepultados bajo los embalses, las urbanizaciones, los pinares de repoblación y las boñigas de la ganadería extensiva.

Tener una altura respetable, una silueta icónica y un nombre sugerente está muy bien, pero una montaña necesita algo más para destacar sobre el resto. Necesita una leyenda. (Una montaña de roca pelada y sin leyenda es una escalera). De ahí que Francisco Acaso, el último bardo de Cercedilla, fabricase hace un cuarto de siglo una conseja inspirada en la sospecha de que esta insólita cúspide del Guadarrama (un conoide perfecto) no pudo haber sido producto del azar y mucho menos del albedrío humano, sino de una voluntad sobrenatural.

Hace muchos años, en la misma fecha imprecisa de todas las consejas, cuenta Francisco que vivía en esta serranía un rico labrador que, dotado de un perverso instinto y por el uso de los más viles procedimientos, habíase convertido en el amo del pueblo y sus contornos. Sobre ruin era soberbio, y no sintiéndose satisfecho de su suerte, que aquel verano le había deparado una ubérrima cosecha, el hacendado concibió la arrogancia de exponer su inmensa fortuna cereal en la Fuenfría, torpe idea que llevó a efecto subiendo carretadas y carretadas de grano hasta lo alto del puerto.

Calzada romana

Señal de la calzada romana y tramo empedrado de la misma en Las Dehesas, no más iniciarse la ascensión.

Una nueva montaña (¡montaña de trigo!) descollaba entre Siete Picos y la Mujer Muerta, cuando dos pordioseros aparecieron por la calzada romana procedentes de Segovia. Previsiblemente, los menesterosos pidieron por gracia que se les permitiera llenar de trigo sus zurrones. Previsiblemente, el tacaño se lo negó. Previsiblemente, Dios había de fulminarlo. Y así es como, según el cuento, el Montón de Trigo se hizo piedra, engullendo en su horrísona germinación al pobre rico, que no vivió para lamentarlo.

Por la misma calzada que subieron los pordioseros, pero tomándola por el lado madrileño, en Cercedilla, el excursionista seguirá la vía de ascenso más bella y directa al Montón de Trigo (ver mapa del itinerario). Desde el área recreativa de Las Dehesas, solo hay que rastrear monte arriba las señales que marcan este camino milenario (círculos de pintura verde pintados sobre los pinos y artísticos paneles de acero corten con la inscripción: “VÍA XXIV”) para plantarse en el puerto de la Fuenfría tras una horita de marcha. También se puede seguir la calzada borbónica, que coincide en varios puntos con la anterior y está señalizada con círculos blancos. Da lo mismo.

Una vez en el puerto de la Fuenfría, la silueta puntiaguda del Montón de Trigo, esa escombrera de titanes que se alza al noroeste, guiará al caminante durante lo que resta de jornada. Para alcanzar su objetivo, el excursionista deberá trepar a mano izquierda por la ladera del cerro Minguete (2.023 metros), girar casi en la cima hacia el norte por un breve collado y atacar el repecho final del Montón de Trigo (bien señalizado con hitos, como los anteriores senderos) hasta coronar la cónica cumbre al cumplirse dos horas y media de marcha.

La sierra de la Mujer Muerta (a poniente) y la afilada crestería de Siete Picos (a naciente) son las alturas vecinas que se contemplan desde este señero pedregal. Los valles de la Fuenfría y del río Moros (al sur y al suroeste, respectivamente) y los pinares de la Acebeda y de Valsaín (al norte y al noreste) acercan sus arroyos como dedos trémulos hasta la base de este túmulo que una fuerza inhumana plantó sobre el Guadarrama antes de que los hombres inventáramos a los dioses. Al norte, toda Segovia. Al sur, todo Madrid.

Montón Trigo

Vista hacia el suroeste desde el Montón de Trigo: la Peña del Águila, la Peñota y el pinar del valle del río Moros.

Cómo llegar. Cercedilla dista 60 kilómetros de Madrid. Se va por la A-6 hasta Guadarrama (salida 47), por la M-622 hasta la estación de Cercedilla y por la carretera de las Dehesas (M-966) hasta el área recreativa de Las Dehesas, donde comienza la ruta a pie. Datos de la ruta. Marcha de 14 kilómetros (incluida la vuelta por el mismo camino) y una duración de 4-5 horas, con un desnivel acumulado de 800 metros. Dificultad: media-alta (alta en invierno, pues la acumulación de nieve y hielo complica bastante la progresión, haciendo imprescindible el uso de raquetas y crampones). En cualquier caso, conviene llevar encima, impreso o en el móvil, el mapa del itinerario. Comer. Los Frutales (Cercedilla; 918 520 244): el mejor restaurante del valle de la Fuenfría, con bonito jardín junto al río y vivero de truchas. Yeyu (Cercedilla; 918 521 717): restaurante de montaje moderno en la misma calle mayor de la localidad, sobresaliente en escabeches y carnes; también buena barra para picar. El Montón de Trigo (Cercedilla; 918 521 509): bar y restaurante de ambiente distendido, donde hay que probar los huevos estrellados con jamón, el entrecot de carne del Guadarrama y la tarta de queso casera; en verano, tomates del huerto y, en otoño, Boletus. Dormir. Las Rozuelas (Cercedilla; 629 829 288): casa de piedra y madera con ocho habitaciones, todas diferentes, y decorada con obras de arte. Peña Pintada (Cercedilla; 618 436 935 y 654 153 197): caserón del siglo XIX al lado de la estación de tren, idóneo para hacer excursiones por el valle de la Fuenfría. Luces del Poniente (Cercedilla; 918 525 587): hotelito de decoración moderna, con piscina climatizada y atardeceres de ensueño. Casona de Navalmedio (Cercedilla; 628 904 713): elegante hotel rural en un paraje apartado, con restaurante y vistas espectaculares. Más información. En el Centro de Visitantes Valle de la Fuenfría (918 522 213), que está en el kilómetro 2 de la carretera de Las Dehesas, muy cerca del inicio de la ruta. Y en www.excursionesysenderismo.com, la mayor web de senderismo de Madrid y de la zona centro de España, con 600 itinerarios para todos los públicos.

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Covachos, la playa más bella (quizá) de Cantabria

Playa de Covachos (Santa Cruz de Bezana, Cantabria)

La playa de Covachos es una media luna de 500 metros, rodeada de acantilados y verdes prados.

Muy próxima a Santander, en Santa Cruz de Bezana, se halla esta playa acantilada que se transforma con la marea baja en un escenario de película de aventuras, con cascada, isla y cueva. Si el día no está para muchos baños, podemos visitar también la vecina playa de La Arnía.

Si fuéramos Dios y nos viésemos en el arduo trance de tener que crear la playa perfecta, copiaríamos descaradamente lo que la naturaleza ha hecho en Covachos: una media luna de 500 metros con un arroyo precipitándose en cascada desde el acantilado que la rodea y con una isla conectada a ella durante la bajamar, y en la isla una gruta de paredes y techos afilados como cuchillos para que los niños y los no tan niños que se pasan el día enchufados a la PlayStation descubran el placer de vivir una aventura real y de salir por piernas cuando las olas estén ya tragándose el tómbolo, chillando todos como ratas. Le haríamos un marco de verdes prados tachonados de amarillas cascajas y azules carrasquillas, y en lugar de un socorrista o algún otro ser vulgar por el estilo, pondríamos como guardián y único testigo de tanta hermosura a un halcón peregrino.

Gruta en la playa de Covachos (Santa Cruz de Bezana, Cantabria)

Cuando baja la marea puede accederse desde la playa de Covachos a una isla donde se abre una gruta.

Vecina de Covachos, y su más directa competidora en belleza, es la playa de La Arnía, con sus crestas de roca caliza asomando sobre las aguas como aletas dorsales de gigantescas criaturas marinas. Más hacia poniente, en la desembocadura del Pas, se descubre otro paisaje alucinante: las dunas de Liencres. Declaradas parque natural en 1986, son de las más extensas de la costa cantábrica, con una superficie total de 194 hectáreas, que también abarca un bosque de pinos marítimos. Se puede pasear a través de ellas por pasarelas de madera, que a veces desaparecen engullidas por estas montañas móviles. Y se puede caminar a su vera por la playa de Valdearenas: son dos kilómetros hasta llegar al Puntal, entre altas dunas y surferos.

Cómo llegar. Covachos está a 10 kilómetros al oeste de Santander, en el municipio de Santa Cruz de Bezana. La playa aparece señalizada, junto con la de La Arnía, antes de llegar a Liencres. La carretera de acceso lleva justo hasta el borde del acantilado. Comer y dormir. Dos Pozos y Jimena (Santa Cruz de Bezana; 942 580 800): mesón emplazado en una casona típica montañesa, cerca de Covachos; especialidad en pucheros, lechazo y carnes. El Jardín (Soto de la Marina; 942 578 638): hotel rural moderno, con amplio jardín, a 2,5 kilómetros de Covachos. Más información. Turismo de Cantabria: 901 111 112.

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Peñíscola (Castellón): caminando por la tierra de Luna

playa del Pebret

Al pie de la sierra de Irta se suceden las calas vírgenes y solitarias, en un litoral predominantemente rocoso.

Además de mucha historia y mucha playa, Peñíscola tiene un entorno natural que permite aislarse de las multitudes: montañas, calas salvajes y humedales, testigos de cómo era la costa castellonense en tiempos del papa Luna. Senderismo en la sierra de Irta y observación de aves en el marjal de Peñísccola son dos alternativas para los que se aburren haciendo lo de siempre.

Vivo, el papa Luna (1328-1423) hizo llamativos milagros, como cuando exterminó una plaga de arañas con su sola palabra o como la noche en que viajó de Peñíscola a Roma flotando sobre su manto. Pero el mayor de todos lo ha hecho después de muerto, al atraer cada año a 300.000 personas al castillo donde se encerró hasta el final de su larga existencia, repitiendo que él era el único papa bueno de los varios que entonces había y lanzando excomuniones a diestro y siniestro. Esta antigua fortaleza templaria, que señorea desde el siglo XIII la península rocosa sobre la que se asienta la ciudad vieja, es el monumento más visitado de España después de la Alhambra.

Otro lugar de Peñíscola que atrae a las multitudes es la playa Norte, un arenal rectilíneo de cinco kilómetros de longitud bordado de hoteles y apartamentos que se prolonga por el vecino municipio de Benicarló hasta Vinarós, ya en la linde de Castellón y Tarragona. Para compensar, al otro lado de Peñíscola, al sur, se extiende la sierra de Irta, una montaña de 573 metros de altitud que es una balconada desierta sobre el mar esmeralda, florida de blancas estepas y amarillas aliagas. Las ruinas de los castillos de Pulpis y de Xivert y las del despoblado que da nombre a la sierra acentúan, más si cabe, su soledad. El milagro, aquí, sería tropezarse con otra persona.

Murallas de Peñíscola

La vieja Peñíscola se asoma al Mediterráneo por encima de las murallas. Ciudad en el Mar, la llaman.

Para conocer esta belleza solitaria, se ha de salir en coche de Peñíscola por la calle Carrer d’Irta y, tres kilómetros después, dejar el asfalto para seguir una pista de tierra abierta al tráfico que continúa pegada a la orilla. Dicha pista bordea calas tan cucas como Ordí y l’Aljub y asciende luego con fuerte pendiente a la torre Abadum, que es alta y clara, de roca caliza, como los acantilados de 40 metros, llenos de aves marinas, sobre los que se yergue. Tras rebasar esta vieja atalaya, erigida para prevenir los ataques de los piratas berberiscos, la pista caracolea de bajada hacia la playa del Pebret, donde se conserva uno de los últimos campos de dunas del litoral castellonense. Aquí se puede dejar el coche para adentrarse a pie en la sierra siguiendo el camino señalizado que sube al Pou del Moro y al Mas del Senyor, y luego bajar de nuevo a la playa cruzando los restos melancólicos del despoblado de Irta. El folleto con los distintos senderos que hay señalizados en la sierra de Irta se puede descargar aquí.

Donde tampoco se ven multitudes es en el marjal de Peñíscola. Multitudes de humanos, queremos decir, porque en este paraje natural se concentran la mayor población mundial de samarucs y una de las últimas de fartets, peces ambos en peligro de extinción. Dispone de un paseo ribereño con paneles, pasarelas y observatorios para mirar, sin incordiar, a los zampullines, ánades reales y pollas de agua que aquí anidan. Que este humedal haya sobrevivido a 500 metros del casco histórico, detrás de la playa Norte, la principal y más urbanizada de la ciudad, sí que es un milagro, mayor que todos los del papa Luna.

Puerto de Peñíscola

Atardecer en el puerto de Peñíscola. En lontananza, se yergue la sierra de Irta, a 573 metros sobre el mar.

Cómo llegar. Peñíscola dista 74 kilómetros de Castellón yendo por la autopista AP-7. Comer. Casa Dorotea (San Vicente, 12; 964 480 863): espectacular cazuela de rape a la marinera en un acogedor rincón del casco antiguo; precios razonables. Casa Jaime (Avenida del Papa Luna, 5; 964 480 030): restaurante familiar en la playa Norte; merece la pena probar el arroz Calabuch; tirando a caro. Dormir. En los hoteles de Peñíscola se pueden encontrar habitaciones dobles a partir de 37 euros. Más información. Turismo de Peñíscola: 964 480 208. Parque Natural de la Serra d’Irta: 964 467 596 y  679 196 398.

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Ajedrez y viajes: la vuelta al mundo en 64 escaques

Ajedrez en el parque Lindenhof de Zúrich.

Jugando al ajedrez en el parque Lindenhof de Zúrich (Suiza). Ni el frío, ni la lluvia, arredran a estos forofos.

Un viaje por el mundo aparentemente estático del ajedrez, de Álava a Pekín, pasando por la Suecia medieval donde el caballero cruzado Antonius Block juega su última partida con la Muerte. Ajedreces vivientes y ajedreces gigantes. Ciudades del ajedrez, museos del ajedrez y un hotel donde los ajedrecistas se sienten como en casa: el Gran Hotel Lakua de Vitoria-Gasteiz.

A primera vista, no hay nada menos viajero que dos hombres sentados durante horas delante de un tablero de ajedrez, silentes e inmóviles como estatuas. Puede que, como dijo Omar Jayyam y repitió Borges, el ajedrez sea un símbolo del mundo, ese tablero de negras noches y blancos días donde el destino nos mueve a su capricho. Pero más allá de ese metafórico periplo vital, que acaba con todas las piezas amontonadas en el estuche “de la nada sin nombre”, cuesta ver en este juego sedentario algún aspecto viajero, algo que incite a recorrer el vasto y variado mundo, el de verdad. Salvo, claro está, que uno sea un gran maestro internacional y se pase la vida viajando de torneo en torneo.

Libro del ajedrez, dados y tablas

Una página del 'Libro del ajedrez, dados y tablas', mandado hacer por el rey Alfonso X el Sabio (1221-1284).

Un examen más detenido, sin embargo, nos revela todo lo contrario. El propio origen del juego (en India, según unos; en Persia, según otros) y su difusión desde el mundo árabe a Europa, vía Al-Andalus y cruzadas, y al Lejano Oriente, siguiendo la ruta de la Seda, no pueden excitar más nuestra imaginación de viajeros. Imaginamos las 32 piezas avanzando como una caravana minúscula e incesante por los desiertos y montañas de Asia Central e imaginamos (como hizo Italo Calvino en Las ciudades invisibles) a Marco Polo jugando con Kublai Kan al ajedrez, el único lenguaje que ambos compartían. Imaginamos a Alfonso X el Sabio ojeando en su palacio de Toledo el Libro del ajedrez, dados y tablas, que el mismo había mandado fazer, e imaginamos a los reyes nazaríes absortos ante aquel tablero de nogal taraceado que hoy se exhibe en la sala VI del museo de la Alhambra.

Luego están los lugares donde se vive con pasión este juego, como Schachdorf Ströbeck (Alemania), que es casi un pueblo tématico (hay un torneo internacional, un museo, un ajedrez viviente…) y cuyo escudo es un tablero; como Elistá (Rusia), donde se han celebrado varios campeonatos mundiales y el ajedrez es asignatura obligatoria en las escuelas primarias; o como Beer Sheva (Israel), donde hay más de mil grandes maestros, la mayor concentración de ellos en todo el planeta. Es famoso el ajedrez viviente de Marostica (Italia), en cuya plaza principal se disputa desde 1454 una partida con figuras humanas que sirvió en su origen para dirimir un litigio amoroso entre dos jóvenes nobles. Al igual que son célebres en España las partidas vivientes que se desarrollan en Montblanc (Tarragona), Lorca (Murcia), Xàbia (Alicante) y Zafra (Badajoz), población, esta última, que fue la cuna de Ruy López de Segura (1540-1580), primer gran teórico y campeón mundial de la cosa.

El séptimo sello

Bergman se inspiró en una pintura de la iglesia de Täby (Suecia) para esta escena de 'El séptimo sello'.

Interminable es la lista de ajedreces gigantes que pueblan los parques del mundo. Solo en Europa recordamos haberlos visto en el parque Bethmann de Frankfurt (Alemania), en el Parc des Bastions de Ginebra (Suiza), en el Lindenhof de Zúrich (Suiza) y en plaza Leidseplein de Amsterdam (Holanda), muy cerca, por cierto, del Centro Max Euwe, un museo dedicado al ajedrez. Y también lo es (interminable) la nómina de monumentos en que aparece algún elemento del juego. Un ejemplo cercano es la torre de los Ajedreces, en la iglesia mudéjar de San Martín, en Arévalo (Ávila), que luce tres tableros de cal y ladrillo en cada una de sus cuatro caras. Uno lejano, la iglesia de Täby (Suecia), donde se halla la pintura La muerte jugando al ajedrez, de Albert Målare (1440-1507), que inspiró a Ingmar Bergman la famosa escena del caballero Antonius Block en la película El séptimo sello.

Un lugar muy vinculado al ajedrez que hemos tenido el gusto de visitar recientemente es el Gran Hotel Lakua, en Vitoria-Gasteiz (Álava). Es la sede del club Buztinzuri y acoge el Open Internacional de Ajedrez de Vitoria-Gasteiz, que este año llegará a su octava edición (del 24 al 31 de julio). De forma paralela, el Gran Hotel Lakua albergará durante la segunda mitad de julio el festival Expochess, donde además de diversas exposiciones (de pintura, fotografía, xilografía, filatelia…, todas ellas relacionadas con el ajedrez), se celebrará el I Congreso Internacional por la Igualdad de las Mujeres en el Ajedrez. Porque el ajedrez, como el brandy Soberano, es cosa de hombres (solo hay una mujer entre los 100 mejores jugadores del mundo) y eso es algo que tiene que cambiar. Otra noble causa en la que los vitorianos son pioneros es en explorar las propiedades terapéuticas del ajedrez. El director médico de la Red de Salud Mental de Álava, Fernando Mosquera, un psiquiatra apasionado por este juego, ha dirigido un programa piloto con personas con patologías duales (varias adicciones y trastornos psicopatológicos) que ha obtenido resultados esperanzadores, ya que los participantes han conseguido reducir su impulsividad (un aspecto clave para evitar recaídas) y mejorar su memoria y su rapidez mental. También se ha visto que el ajedrez les acostumbra a tomar decisiones y aumenta la unión y el respeto entre los miembros del grupo. No será un jaque mate a las adicciones, como han dicho alegremente algunos, pero es una jugada prometedora.

Ajedrez en el Gran Hotel Lakua

Selfie del autor de este blog, en el Gran Hotel Lakua de Vitoria-Gasteiz, un hotel comprometido con el ajedrez.

Al margen del ajedrez, el Lakua es un hotelazo de cinco estrellas (el único de la capital alavesa), con spa y buena cocina vasca. Y está en Vitoria-Gasteiz, cuyos atractivos turísticos son infinitos. No vamos a contarlos ahora porque sería tan largo y pesado como la partida de ajedrez que enfrentó a Yedael Stepak y Mashian Yaakov en Tel Aviv en 1980 (la más larga de la historia: 24 horas y media). Además, ya los hemos contado en el reportaje Vitoria, días de clorofila y vino, en la Guía Repsol.

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