Ruta de los puentes del alto Lozoya (Rascafría, Madrid)

Puente del Perdón (Rascafría, Madrid)

El Puente del Perdón debe su nombre al indulto que recibían aquí, in extremis, los condenados a muerte.

En Rascafría, junto al monasterio de El Paular, hay un puente que antaño se usó para perdonar; aparte, claro está, de para cruzar el Lozoya. Río arriba quedan otros dos puentes históricos. La senda ribereña que los une es una de las mayores felicidades que hay cuando el calor aprieta.

No debía de ser regalada la vida de los cristianos que repoblaron el valle del Lozoya en el siglo XIV, rodeados como estaban de montañas, fieras y partidas de moros rezagados. Alfonso X, que por algo se ganó el sobrenombre de el Sabio, había otorgado poco antes (26 de junio de 1273) un privilegio que eximía a los moradores de estos puertos “de todo pecho, e de todo pedido, e de todo servicio, e de fosado, e de fonsadera, e de toda fazendera”, pero cualquier desgravación era flor de cantueso cuando uno tenía que vérselas a diario con la cellisca, con los osos, con los lobos y, de propina, con algún hijo de Muza.

En esos días de friura y frontera, la población del valle –que aún no dependía de Madrid, sino de Segovia– estaba tan agonizante como una ternera a la que hubiera pillado la nieve en una braña. De ahí que el concejo segoviano, al tratar en sus ordenanzas de 1302 de los cuatro quiñones o cuadrillas del Val de Loçoya –Rascafría, Oteruelo, Alameda y Pinilla–, concediera nuevas exenciones a sus habitantes para evitar la desbandada, así como una prerrogativa, la de horca y cuchillo, de la que sólo gozaba el rey. Cualquier malhechor, en adelante, podría acabar colgado de un pino si les salía a aquéllos de los quiñones.

Dramaticemos un poco. Imaginemos que hace unos días, a finales del siglo que nos ocupa –enero de 1395, digamos–, el último de los bandidos mahometanos que operaban en los senderos y cañadas del alto Lozoya fue sorprendido por varios pastores de Rascafría, mientras se guarecía de la ventisca en una majada. El domingo, después de misa, se celebra algo parecido a un juicio y el muslime, condenado a muerte, es conducido valle arriba en el carro de Lino, el gabarrero; hombres a caballo le siguen, y detrás de ellos, a pie, el pueblo entero. Al cruzar el río frente a la incipiente fábrica de la cartuja de El Paular –que apenas levanta aún una vara del suelo, pues los monjes se han establecido en el valle en 1390–, el reo pide clemencia en algarabía y en cristiano. De mala gana, cuatro caballeros, uno por quiñón, se reúnen para deliberar, según es costumbre en el puente del Perdón, pero lejos de conmutarle la pena capital, le imputan nuevas infamias. A una legua escasa, Lozoya arriba, junto a la casa del verdugo, llamada por otros de la Horca, finiquita su carrera criminal. Dos miembros de su banda, que él suponía en salvo, penden descarnados de un alto pino. Los buitres acechan al tercero, que ya es él.

Seis centurias después, la de la Horca es una casa forestal propiedad de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, que es la que aprovecha la madera de estos bosques; la cartuja, un monasterio benedictino; y el del Perdón, un elegante puente de tres arcos con dovelas abocinadas, tajamares de planta triangular y tambores cilíndricos rematados con balconcillos en voladizo, traza inequívocamente barroca que se debe a una reforma del siglo XVIII atribuida a Pedro de Ribera, por la semejanza con el madrileño puente de Toledo. Ha mudado su aspecto, y también el uso no muy alegre que se le daba, cual tribunal de apelación y antesala de la horca: ahora es paso obligado, pero asaz gozoso, para andar la senda más hermosa de cuantas surcan las riberas madrileñas, la que corre aguas arriba en busca de los puentes de la Angostura y de los Hoyones –del siglo XVIII, como el del Perdón, pero de factura muy diversa–, invitando al caminante a sumergirse en pinares y pozas donde, en pleno verano, se le quedan las carnes frías como a los condenados de marras que, ¡ay!, les era denegado el indulto.

Se trata de una senda de 20 kilómetros (diez de ida y otros tantos de vuelta por el mismo camino), con una duración aproximada de cinco horas.

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