Pilsen (República Checa): la cuna de la rubia perfecta

Fábrica de Pilsner Urquell

Placer de dioses beberrones: una Pilsner Urquell sin filtrar, recién salida de los barriles de roble de la fábrica.

En esta ciudad del oeste de Bohemia nació en 1842 la madre de todas las rubias, una belleza ligera, dorada y cristalina como no se había visto nunca antes y que a partir de entonces se convirtió en el arquetipo de la cerveza, la más deseada e imitada. Allí nos aguardan la fábrica original, el Museo de la Cervecería y las típicas tabernas donde la mejor bebida del mundo se vende más barata que el agua mineral en España. Si este planteamiento de viaje parece vulgar, siempre se puede ir a Pilsen con la excusa de que va a ser Capital Cultural Europea en 2015.

Después de recorrer los viejos pubs de Dublín, creíamos que no podríamos encontrar en el mundo gente que amara más la cerveza, pero entonces aterrizamos en la República Checa y descubrimos que aquí consumen todavía más, casi 157 litros por habitante y año, que son 25 más que los irlandeses y récord mundial absoluto. Casi medio litro por persona y día ya es mucho, pero si encima descontamos a los niños (que, en teoría, no beben), a los deportistas de élite, a los equilibristas, a las modelos anoréxicas, a los celíacos, a los abstemios por convicción o por prescripción médica y a los que consumen con moderación u otras bebidas que les gustan más, llegaremos a la conclusión de que el resto de los checos no pueden ingerir otro líquido en todo el día, desde que se levantan por la mañana hasta que se acuestan canturreando la Polca de la Cerveza.

Plaza mayor de Pilsen

Las casas de la plaza mayor, vistas desde la torre de la catedral gótica de San Bartolomé, la más alta del país.

La razón por la que los checos beben tanta cerveza no es nada misteriosa. Se llama Pilsen y es una ciudad del oeste de Bohemia que, ya el mismo año de su fundación, 1295, recibió del rey Wenceslao II el permiso para fabricar pivo. La cerveza que se elaboraba en Pilsen en la Edad Media no era, sin embargo, como para beber 157 litros al año, sino un brebaje turbio, amargo y desagradable que no se diferenciaba en nada del que venía haciéndose desde tiempos de los sumerios y que, no pocas veces, cuando ya resultaba intragable, acababa siendo derramado por los alguaciles en la plaza mayor, para escarnio del fabricante ante su sufrida clientela. Fue en 1842, poco después de que una partida de 36 barriles de cerveza fangosa acabara en las alcantarillas, cuando los burgueses de la ciudad decidieron dar un salto cualitativo construyendo una fábrica moderna (la Pilsner Urquell) y contratando a un famoso maltero de Baviera, Josef Groll, que ya había demostrado en su tierra que sabía hacer algo mejor. Utilizando ingredientes óptimos de kilómetro cero (cebada de Bohemia, aromático lúpulo de Žatec, agua blanda del acuífero de Pilsen) y un método innovador (fermentación en la parte baja de los tanques y a temperaturas de entre 6 y 10 grados, frente a la tradicional fermentación alta, a temperatura ambiente), Groll logró crear una cerveza completamente diferente de las que se habían estado haciendo durante 6.000 años; una cerveza dorada y transparente, que eclipsaba con su brillo a las turbias ale y que enseguida se convirtió en un referente universal (dos de cada tres cervezas que se elaboran en el mundo son de este estilo). Había nacido la cerveza tipo Pils, Pilsen, Pilsner o Pilsener. O sea, la rubia. Curiosamente, a Josef Groll, que era el padre de la criatura, acabarían despidiéndolo de la fábrica por su carácter terco, áspero y grosero y porque bebía demasiado. Demasiado, para los parámetros checos, debe de ser unos 10 o 12 litros al día.

Fábrica de cerveza y plaza mayor

Las dos catedrales de Pilsen: la fábrica de Pilsner Urquell (1842) y la gótica de San Bartolomé, iniciada en 1295.

172 años después, la fábrica de Pilsner Urquell es una ciudad dentro de la ciudad, con largas calles y avenidas en las que conviven las construcciones históricas (la puerta monumental, el depósito de agua, las altas chimeneas de ladrillo…) con las modernas naves donde máquinas robotizadas envasan 120.000 botellas a la hora, las calderas de cobre más abolladas que el submarino de Isaac Peral con las de acero inmaculado, la locomotora de vapor que transportaba antaño la cerveza en vagones toscamente climatizados (se usaban bloques de hielo en verano y otros calientes en invierno) con el autobús que lleva a los turistas del centro de recepción a todos los rincones del complejo y los devuelve a tiempo de comer en el restaurante Na Spilce. La visita guiada permite conocer el proceso completo de elaboración, ver el tanque de latón donde Herr Groll preparó la famosa primera partida de cerveza, recorrer un tramo de los nueve kilómetros de galerías subterráneas donde se almacenan los barriles de reposo y, por supuesto, degustar la Pilsner de color dorado, bouquet semitostado y equilibrado sabor a caramelo. Para un amante de la cerveza, tomarse una Pilsner Urquell sin filtrar y sin pasteurizar, tirada directamente del barril de roble, en la penumbra cavernaria de esta bodega secular, es una experiencia arrebatadora, trascendental, casi sagrada, como para un hindú refrescarse en la primera fuente del Ganges. Paradójicamente, es así, un poco turbia y apagada, como mejor sabe esta cerveza que destronó con su brillo a la vieja ale.

Noria de la Torre de Agua

Con este ingenio se subía desde los pozos el agua necesaria para alimentar las fuentes de la plaza mayor.

Para profundizar aún más en el asunto, se ha de visitar el Museo de la Cervecería, que se encuentra en una casa del siglo XV, a 200 metros de la bonita plaza mayor, y está conectado con la típica taberna Na Parkánu, el único lugar de la ciudad, además de la fábrica, donde se sirve la Pilsner Urquell sin filtrar. Por cierto, que un tercio de este néctar cuesta 26 coronas, algo menos de un euro, precio que explica por sí solo, sin necesidad de recurrir a la historia, por qué los checos beben cerveza como si fuera agua. Desde el museo se accede también al Pilsen Subterráneo, un laberinto de 20 kilómetros excavado desde el siglo XIV por los vecinos bajo las calles del centro que servía como bodega y despensa, además de para escabullirse en caso de asedio, pues se dice que algunos túneles secretos llevaban fuera de las murallas de la ciudad. Esto de hacer cuevas y agrandarlas sin cesar es algo que los humanos llevamos en el ADN desde los tiempos en que vivíamos en ellas, y es solo cuestión de siglos que algún individuo de Pilsen, picando, picando, acabe llegando a las bodegas de Valdevimbre, templo soterraño del clarete leonés, o al sótano de nuestro vecino de Cercedilla, que tampoco para de cavar. Caminando por estos corredores subterráneos, se ven además los numerosos pozos con los que la población se abastecía de agua potable, así como la gran noria de la Torre del Agua, que subía la necesaria para alimentar las fuentes de la plaza mayor.

Techmania

Uno de los muchos experimentos de Techmania, museo de la ciencia instalado en la antigua factoría de Skoda.

Ocioso parece decir que, a quien no le guste la cerveza, es mejor que no vaya a Pilsen, sino a Irán o a Arabia Saudí, donde, por mucho calor que haga, nadie le invitará a una caña. Pero si a ese quien no le queda otro remedio, porque va de acompañante o huyendo de la Interpol, descubrirá con agrado que hay tres o cuatro cosas interesantes que hacer en Pilsen, al margen de ponerse tibio de pivo. Se puede subir a la torre de la catedral gótica de San Bartolomé, que es la más alta del país (103 metros), y visitar la Sinagoga Mayor (1893), la tercera más grande del mundo. Otra visita curiosa (sobre todo, con niños) es Techmania, un museo interactivo de la ciencia con flamante planetario 3D emplazado en la antigua factoría de Skoda, donde en su día se fabricaron los famosos tanques Panzer con los que la Wermacht apisonó media Europa. Lógicamente, la fábrica fue bombardeada con saña proporcional por la aviación aliada, poco antes de que las tropas estadounidenses, comandadas por Patton, liberaran la ciudad y entraran triunfalmente en ella el 6 de mayo de 1945, todo lo cual se recuerda en el museo Patton Memorial y en las Fiestas de la Liberación, que se celebran a principios de dicho mes, con mucho jazz, mucho veterano de la Segunda Guerra Mundial (cada vez menos, como es natural), mucho vecino disfrazado de soldado americano desfilando a pie, en jeeps, en tanques Sherman… Y, por supuesto, mucha, mucha cerveza.

Cómo llegar. Czech Airlines, Vueling e Iberia ofrecen vuelos económicos sin escalas a Praga. Lo más cómodo, desde el aeropuerto, es ir en autobús urbano (línea 100) a la estación de Praga Zličín (unos 20 minutos de trayecto) y allí coger otro interurbano a Pilsen, que solo dista 80 kilómetros de la capital. Dormir. Hay hoteles en Pilsen para todos los bolsillos. Recomendamos el Angelo, un cuatro estrellas moderno, con gimnasio, sauna y numerosos detalles de diseño, que está justo enfrente de la fábrica de Pilsner Urquell. Comer. Además de Na Spilce (platos tradicionales checos, en la fábrica de Pilsner Urquell) y Na Parkánu (taberna pintoresca, reluciente de cobre y madera, con jardín, comunicada con el Museo de la Cervecería), tienen justa fama los restaurantes  U Mansfelda y Groll, este último, sobre todo, por su cerveza artesanal. Más información. Turismo de la República Checa.

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