A un metro de Cortázar, en París

Cortázar y el metro de París

Julio Cortázar hacía magia con sucesos cotidianos y personajes ordinarios. El metro, para él, era una mina.

Cuando se cumplen cien años del nacimiento de Julio Cortázar (Bruselas, 1914), viajamos a París, la ciudad donde vivió, escribió, tocó la trompeta (“sólo como desahogo: soy pésimo”), hizo buenos amigos, amó y murió en 1984. Y lo hacemos para bajar de su mano al metro, el escenario donde ambientó algunos de sus relatos más memorables. Decía Borges que cuando uno trata de resumir un cuento de Cortázar verifica que algo precioso se ha perdido. Es una gran verdad. Quien quiera no perderse nada de nada, que cierre esta página y abra un libro de Julio.

Puestos a soñar, otros hubieran elegido el Transiberiano o el Orient-Express, pero Julio no, Julio tuvo siempre ese gusto por las bicicletas, por el ómnibus y no digamos ya por el subte, esa fidelidad tan de perro callejero, de vagabundo que rebusca en los rincones de la realidad y con eso se contenta, para desesperación de los bienpensantes: “Personas dignas de crédito han hecho notar que el autor de estas informaciones conoce de manera casi enfermiza el sistema de transportes subterráneo de la ciudad de París, y que su tendencia a volver sobre el tema revela trasfondos por lo menos inquietantes” (Novedades en los servicios públicos). Y seguro que Julio se doblaba de risa oyendo a su vieja Remington escribir “trasfondos por lo menos inquietantes”, a sabiendas de que sus trasfondos eran mucho menos inquietantes que la mera realidad y de que basta adentrarse una mañana en Etienne Marcel o Montparnasse-Binevenue para que empiecen a suceder hechos atroces. Dicen que cuando Dante Gabriel Rosetti leyó Cumbres borrascosas, observó: “La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses”. El escenario de varios relatos de Julio Cortázar también es el infierno, pero los lugares tienen nombres de estaciones de París.

Primero fue Manuscrito hallado en un bolsillo. El narrador, un individuo con las ideas claras pero sin ocupación manifiesta, se dedica full time a deambular por la red del metro parisino en busca de algo parecido a la felicidad. A tal efecto, ha concebido un juego: “Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía el reflejo de la mujer en la ventanilla…, entonces había juego”. El resto del juego depende, aún más si cabe, del azar: seguir ciegamente un itinerario fijado de antemano (bajar, por ejemplo, en Denfert-Rochereau y tomar la línea Nation-Etoile, o apearse en Chatelet y transbordar hacia Vicennes-Neuilly) y confiar en que la combinación de la mujer coincida con la de él, y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarse y decir la primera palabra.

No hace falta ser muy perspicaz para advertir que Manuscrito hallado en un bolsillo puede ser una metáfora del desencuentro, de la búsqueda infructuosa del Otro (o de la Otra) en un universo incesante e indescifrable, como una monstruosa caja fuerte: “Un plano del metro de París define en su esqueleto mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y negras una vasta pero limitada superficie de subtendidos seudópodos: y ese árbol está vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia atormentada lo recorre con finalidades precisas, la que baja en Chatelet o sube e Vaugirard, la que Odéon cambia para seguir a La Motte-Picquet, las doscientas, trescientas, vaya usted a saber cuántas posibilidades de combinación para que cada célula codificada y programada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro, salga de las Galerías Lafayette para depositar un paquete de toallas o una lámpara en un tercer piso de la rue Gay-Lussac”. No hace falta ser muy perspicaz para advertir que no lo es, que Cortázar abominaba de las parábolas, prefería dejar una ventanilla abierta a la incertidumbre y por ahí su personaje hace la trampa, sigue a una mujer ignorando la ruta prefijada, y cuando ella va a perderse noche arriba por las escaleras de Denfert-Rochereau, se acerca y le dice: “No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado”.

Lo que sigue es una de esas felicidades a flor de piel tan típicas de Cortázar, “como de oleaje boca arriba, de abandono a un deslizarse lleno de álamos”: cinzano y cigarrillos en un cercano café, citas puntuales todos los martes en el mismo café, espejismo de casi amor que se desvanece una noche contra el paredón del cementerio cuando él le revela su juego, le confiesa que ha hecho trampa y ambos resuelven, tácitamente, legitimar su relación sin estratagemas, reanudar pues la complicada partida y apostarlo todo a un nuevo encuentro, acaso no coincidir jamás o acaso hacerlo un jueves en la estación de Chemin Vert, habiendo decidido si bajar en Bastille, si en Reuilly-Diderot o si en Daumesnil, donde “hay tan sólo una combinación y la salida a la calle, rojo o negro, sí o no…”

Abono de metro de Julio Cortázar

A Cortázar le gustaba nadar a contracorriente, y sumergirse en las tinieblas de la Ciudad Luz era justamente eso.

En Cuello de gatito negro es de nuevo el metro de París la rayuela en la que un solitario, un tal Lucho, juega a los amores imposibles: “Siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano en la barra como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito que se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien…” A veces salía bien, pero nunca tanto como la tarde de nieve en que una mano enfundada en un guantecito negro, manita de mulata, empieza a treparse a la suya sin mediar provocación en la estación de la rue de Bac, resbalándose en la curva antes de Montparnasse-Bienvenue, dejándose buscar en Pasteur y entregándose por completo en el túnel ya cerca de Volontaires. “Es siempre así. No se puede con ellas”, se disculpa la muchacha a la altura de Vaugirard, inaugurando un diálogo de frases truncadas (puro Cortázar, che) que poco o nada aclaran (“–No se puede hacer nada –repitió la chica–. No entienden o no quieren , vaya a saber, pero no se puede hacer nada en contra”. “–A mí me pasa igual –dijo Lucho–. Son incorregibles, es cierto”. “–No es lo mismo –dijo la chica–”. “–Oh, sí, usted vio”. “–No vale la pena hablar –dijo ella, bajando la cabeza–”); que poco o nada aclaran salvo que Dina es incapaz de controlar sus manos y vive muy atormentada por ello a dos pasos de Corentin Celton, donde no hay un solo café decente y sí en cambio un nescafé pasable en su casa, nescafé que Lucho acepta porque hace dos estaciones que debía haberse apeado y porque ahora son sus dedos los que se van “cerrando lentamente sobre el guante como quien aprieta el cuello de un gatito negro”.

La sombra de ese gato negro acompaña a los previsibles amantes hasta el dormitorio de Dina, asoma en los preámbulos del sexo, se diluye “en esa caliente espuma que lo allana todo” y vuelve a emerger en los cigarrillos y en las conversaciones de después: Dina sufre porque esa mano suya…, porque está anocheciendo en París…, porque la lámpara se ha roto…, porque en la oscuridad “se está bien pero ya sabés, ya sabés, a veces…”, porque Lucho no se resigna a encender un fósforo para ir a buscar una vela y cuando ella lo intenta es como si su mano llena de uñas se negara a agarrar una cerilla humana. Porque en la oscuridad se está bien, pero a veces. A veces salía bien, lo de la mano en el metro, pero esta vez Lucho “sintió unos garfios que le corrían por la espalda…”

Edgardo Cantón, Julio Cortázar y Juan Cedrón en París

Julio Cortázar con Edgardo Cantón (a su derecha) y Juan Cedrón, junto a la boca de la estación de Louvre.

Quienes frecuentan la obra de Cortázar no ignoran que, más allá (o más acá, según se mire) del creador ambicioso, capaz de triples mortales metafísicos como la anti-novela Rayuela, alienta un cronopio como la copa de un pino, capaz de guasas monumentales como sus prolijas Instrucciones para subir una escalera. A ese cachondo crónico debemos Novedades en los servicios públicos, crónica paródica tirando a rosa sobre el coche restaurante que hace un cuarto de siglo anduvo circulando por las tinieblas de la Ciudad Luz, y de la cual efectuamos a continuación un kilométrico extracto que sin duda agradecerán los lectores casi tanto como nosotros, pues difícilmente podríamos hallar una forma mejor, más cómoda y divertida, de acabar este texto. Dice: “¿Cómo callar las noticias sobre el restaurante que circula en el metro y que provoca comentarios contradictorios en los medios más diversos? La idea debió de partir de Maxim’s, puesto que a este templo del morfe le ha sido dada la concesión del coche restaurante. (…) No faltan quienes se preguntan perplejos la razón de promover una empresa a tal punto refinada en el contexto de un medio de transporte más bien grasa como el metro (…). En estas cimas de la civilización occidental poco puede interesar ya el paso monótono de un Rolls Royce a un restaurante de lujo, entre galones y reverencias, mientras que es fácil imaginar la delicia estremecedora que representa descender las sucias escaleras del metro para colocar el billete en la ranura del mecanismo que permitirá el acceso a andenes invadidos por el número, el sudor y el agobio de las multitudes que salen de fábricas y oficinas para volver a sus casas, y esperar entre boinas, gorras y tapaditos de calidad dudosa el arribo del tren (…). Obligada por su condición a circular en automóviles privados, aviones y trenes de lujo, la gran burguesía parisiense descubre por fin algo que hasta ahora consistía sobre todo en escaleras que se pierden en la profundidad y que sólo se emprenden en raras ocasiones y con marcada repugnancia. (…) Inútil decir que los concesionarios del restaurante y la propia clientela serían los primeros en rechazar indignados un propósito que de alguna manera podría parecer irónico; después de todo, basta reunir el dinero necesario para ascender al restaurante y hacerse servir como cualquier cliente, y es bien sabido que muchos de los mendigos que duermen en los bancos del metro tienen inmensas fortunas, al igual que los gitanos y los dirigentes de izquierda. (…) Nadie que no haya recibido el boletín puede saber si el restaurante recorrerá las estaciones que van de la Mairie de Montreuil a la Porte de Sèvres, o si lo hará en la línea que une el Chateau de Vincennes a la Porte de Neuilly; al placer que significa para la clientela visitar diversos tramos de la red del metro y apreciar las diferencias no siempre inexistentes entre las estaciones, se suma un importante elemento de seguridad frente a las imprevisibles reacciones que podría provocar una reiteración diaria del coche restaurante en estaciones donde se da una reiteración semejante de pasajeros. (…) En las últimas semanas, en que el conocimiento público de este nuevo servicio ha llegado a casi todos los sectores urbanos, se advierte un mayor despliegue de fuerzas policiales en las estaciones visitadas por el coche restaurante, lo cual prueba el interés de los organismos oficiales por el mantenimiento de tan interesante innovación. (…) Estas precauciones se explican sobradamente; en tiempos en que la violencia más irresponsable e injustificada convierte en una jungla el metro de Nueva York y, a veces, el de París, la prudente previsión de las autoridades merece todos los elogios no sólo de los clientes del restaurante, sino de los pasajeros en general, que sin duda agradecerán no verse arrastrados por turbias maniobras de provocadores o de enfermos mentales”.

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