Gatos viajeros (II): la Señora Chippy en el Polo Sur

La Señora Chippy y el Endurance

La Señora Chippy, mascota del 'Endurance', el barco de la azarosa expedición polar de Ernest Shackleton.

Segunda entrega de la serie sobre gatos que, contraviniendo su natural querencia hogareña, se lanzan a recorrer el vasto y ajetreado mundo. Hoy recordamos a la Señora Chippy, miembro de la famosa Expedición Imperial Transantártica comandada por Shackleton entre 1914 y 1916. ¿Un gato en la Antártida? Cosas más raras se habrán visto, pero no han llegado a nuestros oídos.

El 8 de agosto de 1914, pocos días después de que estallara la primera gran guerra del mundo, partía del puerto inglés de Plymouth la Expedición Imperial Transantártica. Liderada por el ya entonces famoso explorador polar sir Ernest Shackleton, la expedición tenía como objetivo atravesar el continente blanco de lado a lado, esquiando y conduciendo trineos de perros desde el mar de Weddell hasta el de Ross, vía Polo Sur; una travesía que constituía la última gran aventura de la Antártida y también la última oportunidad que los británicos tenían de izar su bandera en lo más alto de algún poste helado, después de que Peary hubiese plantado la norteamericana en el Polo Norte (1909) y Amundsen la noruega en el Sur (1911), este último con unos pocos días de ventaja sobre el inglés Scott, quien, para más amargura suya y de sus compatriotas, perdería la vida durante el viaje de regreso, dejando escritas, en su gélido lecho de muerte, a sólo 17 kilómetros de un depósito de comida y combustible, aquellas estremecedoras palabras: “Si hubiéramos vivido, podría contar una historia de penalidades, resistencia y valor de mis compañeros, que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas apresuradas notas y nuestros cadáveres contarán la historia…”

Tras recalar en Madeira, Montevideo, Buenos Aires y la isla de San Pedro, en el archipiélago de las Georgias del Sur, el Endurance puso definitivamente rumbo hacia la Antártida con 28 hombres a bordo, más 69 perros de trineo canadienses y dos cerdos. Pero había otro pasajero que hacía el número 100, el único de su especie, una gata a la que decían Señora Chippy. Lo de llamarle Chippy venía de que su amo, el escocés Henry MacNish, era conocido así, con el tradicional mote de los carpinteros de barco. Lo de Señora fue un error, porque después se descubrió que era un gato.

En la imagen de arriba –captada, como todas las de la expedición, por el fotógrafo australiano James Francis Hurley–, la Señora Chippy aparece sobre el hombro de Perce Blackborow, un polizón que se coló en el barco en Buenos Aires y que fue descubierto un día después de zarpar, escondido en el castillo de popa. Hambriento, mareado y asustado, el joven recibió una reprimenda de Shackleton que impresionó a todos los presentes y que concluyó con esta tranquilizadora confidencia: “¿Sabe que en estas expediciones a menudo pasamos hambre y que, si hay un polizón a bordo, es el primero al que nos comemos?”. Dicho esto, el jefe le asignó el puesto de despensero, con una paga mensual de tres libras, y empezó a simpatizar con aquel concienzudo y silencioso galés que era el benjamín del barco y al que llegaría a apreciar tanto como a los demás tripulantes, si no más. Esto dice mucho del buen temple de aquellos hombres, pero también de cómo se desarrollaban estas expediciones, en las que las imprevisiones e improvisaciones estaban a la orden del día. Tres ejemplos más: sólo un hombre sabía esquiar bien, ninguno poseía la experiencia necesaria para entrenar a los perros de trineo y a nadie se le ocurrió llevar píldoras contra las lombrices caninas.

Por los diarios de varios tripulantes, sabemos que la Señora Chippy tenía “un gran carácter” y que su mayor deleite consistía en tomar atajos sobre los techos de las perreras instaladas en la cubierta, volviendo locos a aquellos canes medio salvajes que, como bien sabía ella (en realidad, él), estaban firmemente encadenados. También nos consta que fue el único animal que permaneció a bordo del Endurance cuando, a sólo 160 kilómetros de su destino, quedó atrapado entre gruesas placas de hielo marino, frustrando el desembarco previsto para aquel verano y obligando a la expedición a invernar en mitad de la más fría y oscura nada que quepa imaginar, con los tripulantes refugiados en pequeñas cámaras improvisadas en las zonas más resguardadas del barco y los perros y los cerdos en perriglúes y cerdiglúes construidos sobre el hielo. Conociendo a los gatos, es seguro que la Señora Chippy no se separó de los tres fuegos que permanecieron encendidos en el barco durante el largo invierno polar: el de la cámara de oficiales, el del castillo de proa y el del camarote de Shackleton.

La tripulación del Endurance

Tres fuegos permanecieron encendidos en el 'Endurance' durante el invierno que estuvo atrapado en el hielo.

La primavera siguiente (es fama), el Endurance parecía estar a punto de librarse al fin de aquel odioso abrazo blanco, cuando un inesperado aumento de la presión del hielo sobre sus costados hizo que se resquebrajara (y eso que estaba construido con planchas de roble y de pino de hasta 80 centímetros de espesor, recubiertas de ocote, una madera tan dura que no podía trabajarse con herramientas convencionales) y acabara yéndose a pique. La expedición, ya de por sí arriesgada, tomaba ahora un cariz aún más peliagudo: para volver a la isla de San Pedro, había que recorrer 2.000 kilómetros con tres botes salvavidas, primero arrastrándolos sobre la superficie de aquella inmensa placa a la deriva y luego navegando por el mar más agitado y helador del planeta. Llevar cualquier carga innecesaria era como atarse un ancla al cuello y la Señora Chippy, con harto dolor de todos, que la consideraban la mascota del buque, hubo de ser sacrificada. De aquella ingrata tarea se ocupó Tom Crean, el fornido brazo derecho de Shackleton, que también se vio obligado a hacer lo propio con tres cachorros a los que había tomado especial cariño. Mientras tanto, Alexander Macklin, uno de los dos médicos de la expedición, encañonaba a su perro Sirius: el animal se le acercó para lamerle la mano, la cual le temblaba tanto que tuvo que disparar dos veces para matarlo. Junto a los cadáveres de aquellos inocentes, se levantó, como si fuera un túmulo funerario, el montón de efectos personales que los hombres hubieron de abandonar a fin de aligerar peso. Shackleton, para dar ejemplo, se había deshecho de un puñado de monedas de oro, su reloj también de oro, sus cepillos de plata y la Biblia que la reina Alexandra había regalado al buque, salvo aquella página en que se leía: “¿Del vientre de quién sale el hielo, y quién da a luz la escarcha del cielo, cuando las aguas se endurecen como piedra y se congela la superficie del océano?” (Job, 38:29-30).

No vamos a contar lo que sucedió después porque es una aventura demasiado conocida y porque esta sólo quiere ser la historia de un gato viajero. Sí vamos a decir, empero, qué fue de su amo. MacNish era un habilísimo carpintero, pero también un viejo lobo de mar que no se mordía la lengua, ni siquiera cuando hablaba con Shackleton, razón por la cual este nunca llegó a fiarse del todo de él: “El carpintero” –escribió poco antes de abandonar el último puerto habitado– “es el único del que no me siento absolutamente seguro”. De hecho, un mes después de perderse el barco, MacNish protagonizó un conato de rebelión (se paró en seco y anunció, con lenguaje grosero, que no pensaba seguir arrastrando los botes por el hielo) que finalmente no llegó a mayores, pero que en el ánimo de Shackleton, dadas las circunstancias desesperadas en que se hallaban, debió de caer como un puñetazo. Sin embargo, la pericia de MacNish con la azuela le hacía imprescindible, a tal punto que fue uno de los cinco hombres que Shackleton llevó a su lado en la navegación final hasta la isla de San Pedro, mientras el resto de los expedicionarios aguardaban a ser rescatados en la isla del Elefante, a 1.300 kilómetros de distancia. El denodado y excelente trabajo que hizo para postergar el inevitable naufragio del Endurance y, sobre todo, para mejorar unos botes que no estaban de ningún modo preparados para surcar miles de kilómetros del peor mar del planeta, fue tan determinante para el feliz desenlace de la aventura como las decisiones de Shackleton, aún hoy consideradas, en conjunto, como una demostración ejemplar de liderazgo en situaciones extremas.

Al final de la aventura (una de las historias de supervivencia más admirables de la historia: casi dos años vagando por los hielos flotantes y las islas inhumanas del Círculo Polar Antártico, sin que se perdiera una sola vida), Shackleton recomendó a los miembros de la expedición para la medalla polar. MacNish, para sorpresa de todos, no figuraba en la lista, siendo uno de los que más la merecía. El carpintero acabaría sus días en Nueva Zelanda, en la indigencia más absoluta. Su mala salud (se quejaba de que después del viaje al Polo le dolían los huesos, y no era para menos) y su dipsomanía le impedían trabajar, pero para los marineros de los muelles de Wellington era un héroe y el vigilante nocturno hacía la vista gorda cuando el viejo se metía en algún cobertizo y dormía bajo una lona embreada. Vivía de la caridad que le ofrecía la hermandad de los trabajadores del muelle, para lo cual ésta organizaba una colecta mensual. En 1928 le encontraron un hueco en una residencia de ancianos de la capital neozelandesa. Dos años después moría y recibía un entierro de lujo para un mendigo, pues su féretro lo portaban miembros de un buque de la armada británica y el ejército neozelandés había facilitado un carro de cañón para transportarlo al cementerio de Kaori.

En sus postrimerías, dicen, a MacNish lo embargó el resentimiento contra Shackleton, no porque no lo recomendara para la medalla polar, sino porque había matado a su gato. Quienes lo trataron en esa época recuerdan que en todas sus conversaciones salía la Señora Chippy. Debilitado por la ingratitud, la miseria y el alcohol, el corazón del viejo lobo de mar volvía a latir con fuerza cuando recordaba al que había sido su único verdadero compañero, que, según alardeaba ante otros marineros, “era un animal tan especial, que todos en la expedición lo conocían como Señora Chippy”.

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3 respuestas a Gatos viajeros (II): la Señora Chippy en el Polo Sur

  1. HILDE dijo:

    Qué pena de la “señora” Chippy y del resto de animales, especialmente los perros. Qué gracioso y aventurero gato.

  2. Inma Gutiérrez dijo:

    Gracias por este artículo. La aventura es digna de Stevenson y el pulso de tu relato no anda a la zaga de ningún clásico de la literatura de aventuras. Me ha encantado.

  3. José Luis dijo:

    Fue una historia impresionante, casi imposible; una vez más recordada.
    A otro nivel también me dejó perplejo cómo el tal Hurley, con la que les estaba cayendo (barco bloqueado que se iba resquebrajando, etc), tenía ánimos para seguir acarreando el pesadísimo material fotográfico y seguir revelando aquellos armatostes de placas.
    Y yo que no llevo la reflex en las salidas por el Guadarrama porque me pesa mucho…
    En fin, Andrés, un placer encontrarte por aquí (me he puesto al día de este blog) después de los añorados viernes de El País en los noventa.
    Y gracias por los datos EXIF.

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