Lourdes, la feria de los milagros (I)

Santuario de Lourdes

El agua milagrosa de Lourdes no procede de ningún acuífero especial: es la misma que se bebe en la ciudad.

Hace 15 años visité Lourdes y juré no volver a pisar nunca más aquella trampa para desesperados de los Pirineos franceses, unas montañas, por lo demás, encantadoras. Reproduzco a continuación (en dos entregas, porque es un poco largo) el reportaje que publiqué entonces en la revista Paisajes desde el tren. Con él inauguro la sección Lugares para olvidar.

El sol sale para todos: para los justos de corazón y para los tiñosos, para los zurdos y para los sodomitas, para la orquídea y para el cardo borriquero, para el águila que señorea sobre el Vignemale y para la grey de las espantadizas del bosque, para el taxista que vela en la estación de Lourdes y para el peregrino que llegó ayer muy tarde en busca de un milagro, acaso el único imposible: volver a creer después de haber creído…

El tibio sol de la amanecida derrite, casi con ternura, la nieve temprana de octubre que anoche tendió su largo velo de novia sobre la cima del Pibeste, sobre los ventisqueros en los que frezan confiadamente las últimas vacas cerriles de la temporada, nutriendo sin saberlo –¡benditas sean!– las aguas demasiado puras, casi estériles, que corren valle abajo hasta remansarse en un embalse de 22 kilómetros cuadrados al suroeste de Lourdes, donde se filtran a través del subsuelo calcáreo, serpentean bajo tierra a cien metros de profundidad –de ahí, su temperatura estable de 12 grados centígrados– y emergen definitivamente por una falla en la gruta de Massabielle, a la vera de la cual los padres asuncionistas regentan un taller que se afana en expedirlas a medio mundo para consuelo de afligidos, lisiados y gentes en general de buena fe que creen sinceramente que unas cuantas gotas de agua pura, casi estéril, pueden obrar milagros.

El peregrino, que logró dormirse a las tantas leyendo un informe sobre el agua de Lourdes elaborado en 1984 por la Oficina Regional de Investigaciones Geológicas y Mineras de los Altos Pirineos –mano de santo para insomnes–, se despierta de gran mañana un tanto mareado, con la sensación de haber andado toda la noche montaña arriba y montaña abajo. Ahora ya sabe, para su decepción, que el agua de la ducha del hotel viene a ser la misma que mana al pie de la gruta prodigiosa, cuando él se imaginaba ésta brotando de ignotos acuíferos, no contaminados por distraídas vacas cerriles. Y que la botella de Perrier con la que se desayuna contiene infinitamente más minerales que las otras aguas, las milagrosas, que según todos los análisis realizados no contienen ninguno, lo cual, por otro lado, explica por qué la dichosa botella de Perrier cuesta también infinitamente más.

Es el Gave un río joven e impetuoso que lleva en su caudal el vértigo de los Pirineos, un río que sólo se dilata y se demora al enfilar Lourdes, como los niños que ponen cara de mayores cuando entran en misa. Traza el Gave, a su paso por la villa, un amplísimo meandro que el peregrino se complace en orillar, paseando por la barriada de Peyremale entre hoteles de inequívoca reputación: hotel Ave Santa Lucía, hotel Gólgota, hotel Monte Thabor, hotel La Chapelle, hotel L’Ermitage, hotel Basilique, hotel San Francisco de Asís, hotel Galilée, hotel Vatican, hotel Nazareth, hotel Paradis… “En números brutos –lee el peregrino en la Guía turístico (sic) de Lourdes, una amena traducción ejecutada por la editorial A. Doucet–, Lourdes es una ciudad de 17.425 habitantes situada a orillas del Gave en el departamento de los Altos Pirineos; sin embargo por ser con sus 400 hoteles, la segunda ciudad hotelera de Francia después de París, capacidad que le permite acoger de marzo a octubre, cuatro millones de peregrinos (unos 20.000 por día) se presenta como una ciudad exceptional (sic)”. Y el peregrino, alma sencilla, se despista tropezando con tanta coma fuera de sitio, a tal punto que acaba perdiendo el hilo del río y, cuando quiere darse cuenta, anda dando tumbos por la avenida Bernadette Soubirous.

No se siente del todo a gusto y confiado el peregrino en la avenida Bernadette Soubirous, con cientos de letreros luminosos haciéndole chiribitas en los ojos. El peregrino no está preparado para pasearse sin escrúpulo por esa suerte de Oxford Street de la santurronería que es esta pequeña avenue jalonada de tiendas de souvenirs. Nadie sabría decir si está bien o mal que los seglares comercien con artículos religiosos, y se enriquezcan a costa de la piedad ajena, pero lo honesto sería, al entender del peregrino, que alguna orden de monjitas buenas se hubiera hecho cargo del negocio desde el principio para no despertar sospechas. En la esquina con la rue Saint Joseph, abre sus puertas L’Alliance Catholique, un supermercado “distinguido con el título de proveedor oficial del Vaticano” en el que se expende mucho más de lo mismo: rosarios, crucifijos, medallitas, visores de diapositivas, vídeos píos, mecheros con la imagen de la Inmaculada, botellitas en forma de Virgen para recoger agua de la gruta, cantimploras, bolígrafos, ceniceros, pisapapeles y todos los cacharros imaginables de plástico susceptibles de ser exornados con algún motivo mariano. Pero lo último en imaginería sagrada, según le hace notar una dependienta al peregrino, son los hologramas con la efigie de Jesús: en uno de ellos, aparecen alternativamente la sábana santa y el rostro de Redentor; en otro, Cristo Crucificado –en realidad, un modelo de agencia fotografiado en idéntico trance– abre y cierra los ojos a capricho del observador, que sólo tiene que inclinar levemente el soporte para recuperar el preciso instante de la Expiración: vivo, muerto, vivo, muerto… E incluso, si se mira de soslayo, puede arrancársele una especie de guiño.

Al peregrino, estos juegos peregrinos (valga la redundancia) le ponen un poco triste porque le recuerdan los cromos en tres dimensiones de su infancia, el bollycao en el patio de los Salesianos y el retrato aquel de San Juan Bosco que le seguía por toda la clase con la mirada; y prefiere cavilar, con tal de pintarse una sonrisa, en qué estaría pensando el pobre diablo que se dejó fotografiar para el holograma de marras. (Continuar leyendo la segunda parte).

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