Elogio de los cruceros por el Nilo (Egipto)

Atardecer en el Nilo

Pocos momentos más relajantes en la vida de un viajero que ver atardecer a bordo de un crucero por el Nilo.

Ver de niños la serie de televisión El barco del amor nos creó una aversión insuperable a los cruceros, pero mañana mismo volveríamos sin dudarlo a navegar por el Nilo, si se presentara la ocasión. Quien no sepa aún dónde viajar en Semana Santa, que lea lo que sigue, compare precios (hay viajes de ocho días por 400 euros, e incluso menos) y decida. Irá al Nilo, seguro.

Siempre nos han dado alergia los cruceros, ese lujo ful de plexiglás y esa alegría forzada de, te guste o no, esta noche toca fiesta de disfraces. Sin embargo, las tres veces que hemos viajado a Egipto, el obligado crucero por el Nilo (desde Asúan hasta Luxor o viceversa) nos ha parecido muy bien. Los barcos egipcios son horteras como los que más, con fuentes en el vestíbulo, ninfas y sátiros correteando por los mamparos y más dorados que un paso de misterio. Y nadie se libra en ellos de bailar la última noche una conga con la cabeza vendada (porque turbante, eso que nos ha hecho un camarero a todo correr, no es). Pero la verdad es que no hay mejor manera de ver Egipto, más hipnotizadora y placentera, que tomando una cerveza helada en la cubierta, junto a la piscina, mientras pasan lentamente las palmeras, las vacas escuálidas, las falúas, las garzas de perfil interrogante, los pescadores, las chozas de adobe, los carros cargados de caña de azúcar, las mezquitas, los burros tristes, los otros barcos, los atardeceres… Por cierto, conviene pedir una cubitera con hielo, porque aquí las cervezas, muy frías, no las sirven.

Noche en el Nilo.

Los barcos recuerdan más a los viejos vapores del Misisipi que a un moderno crucero, estilo ciudad flotante.

No, no se hallará un medio más adecuado para recorrer este país-río. Porque eso es Egipto: mil kilómetros largos de Nilo, cinco de verdor a cada lado y desierto hasta donde alcanza la imaginación. A diferencia de lo que ocurre en otros cruceros, uno no se está perdiendo nada mientras navega, porque no hay nada más allá de lo que ve. Bueno, hay oasis y hay templos hasta en mitad del Gran Mar de Arena (bonito nombre), porque 5.000 años de historia dan para construir muchos, pero las grandes ciudades y los monumentos que interesan, los que cualquiera quiere ver al menos una vez en la vida, no andan lejos del Nilo. No hay que hacer nada. Sólo dejarse llevar. A ser posible, río abajo; es decir, de Asuán a Luxor. Y luego, saltar en avión a El Cairo. Tiene su lógica este orden, porque es seguir el curso natural, el del río, y porque hay un crescendo monumental que culmina con el tutti de las pirámides. Si se reserva el viaje al revés, también está bien, pero hacerlo mejor es gratis, como lo de la cubitera.

Regateando en el Nilo

En Esna, los vendedores arriman preligrosamente sus barquitas a los cruceros para comerciar con los turistas.

Otra ventaja de los cruceros por el Nilo es que imponen largos paréntesis de dolce far niente, muy necesarios para viajar por un país tan abrumador como éste. Se agradece mucho poder desconectar de los monumentos interminables, de las explicaciones no menos interminables de los guías, de la obligación de fotografiarlo todo, del calor del desierto y (no digamos ya) de los vendedores de recuerdos, cuyo acoso recuerda (salvando las distancias) al que sufre el toro de la Vega, en Tordesillas. Ni siquiera yendo a bordo se libra uno del todo de esa persecución. En Esna, los vendedores se lanzan con sus barquichuelas de remos al abordaje de los cruceros y, en un maniobra que recuerda mucho cuando las zodiacs de Greenpeace tratan de interceptar a un superpetrolero, se abarloan peligrosamente y navegan varios kilómetros a remolque sujetos de un cabo, dando tumbos y bandazos, mientras ofrecen a gritos sus bagatelas a los atónitos pasajeros, que no dan crédito de lo tábanos que son. En su descargo hay que decir que este momento pirata da lugar a bonitas fotos de acción y también que, si en vez de viajar en un aparatoso barco, el turista lo hiciera a pie o en burro, vestido con una chilaba o un caftán, pasaría inadvertido y nadie lo importunaría.

Templo de Edfu

Deslumbrante sala hipóstila del templo de Edfu, escala obligada en cualquier crucero que se haga por el Nilo.

No vamos a contar aquí todos los monumentos que se pueden ver a lo largo de un crucero por el Nilo, porque la lista es infinita y aburriríamos hasta a los obeliscos. Pero aunque solo se pudiera visitar uno, si ese uno fuera el templo de Edfu, el viaje merecería la pena. Consagrado a Horus, el dios halcón, el templo de Edfu es el monumento que más honda impresión nos ha causado cada vez que hemos viajado a Egipto, más incluso que (¡oh, sacrilegio!) las pirámides de Giza. Quizá la razón sea que hasta 1860 estuvo enterrado bajo 12 metros de arena y lodo, no asomando más que la coronación de sus colosales pilonos, y se conserva casi, casi como en el año 391 de nuestra era, cuando el último sacerdote pagano salió y los cafres de los cristianos se dedicaron a mutilar los bellos rostros de los viejos dioses. Dos detalles hacen que nos resulte particularmente simpático: los muchos gatos que pululan en el patio, adoptando poses dignas de la diosa Bastet, y el hecho de que sea costumbre acercase a él en calesa, no el cursi vehículo que conocemos por tal nombre en Europa, sino el destartalado modelo egipcio que infringe todas las normas de tráfico, de la elegancia y del sentido común. En el interior del templo puede verse la barca sagrada que cobijaba la imagen de Horus. Todos los años, salía a recibir en ella a su esposa Hathor, la diosa del amor, la maternidad, la belleza juvenil, la alegría y el erotismo, que viajaba desde su templo en Dendera, 120 kilómetros río arriba, en una navegación festiva que debía de parecerse mucho a las procesiones fluviales y marineras de la Virgen del Carmen. Vamos, que los cruceros por el Nilo no son una cosa de hoy, ni de tiempos de Agatha Christie, sino de toda la vida.

Más información. Turismo de Egipto

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