Gatos viajeros (IV): Colin’s, la polizona accidental

gatos polizones

Parece mentira lo mucho que les tiran el mar y los barcos a los gatos, con lo poco que les gusta mojarse.

Hay gatos que han sobrevivido hasta tres semanas sin comer ni beber encerrados en contenedores y dando tumbos por los siete mares del mundo. Si esto les parece increíble, esperen a oír la historia de Colin’s, una gata neozelandesa que se despertó en un barco que iba a Corea del Sur (donde gatos y perros han formado tradicionalmente parte de la dieta popular) y volvió a su casa en una limusina blanca. Zarpó como polizona y regresó como reina de los mares.

El 11 de julio de 2012, un mercante procedente de Shanghái arribaba a Los Ángeles y, en el interior de uno de sus contenedores, aparecía un gatito de unos tres meses que había sobrevivido sin comer ni beber durante las dos semanas que el barco había tardado en recorrer los 10.500 kilómetros que separan las dos orillas del Pacífico. Lo máximo que puede estar un humano sin hidratarse (sin beber, nos referimos, no sin echarse body milk) son diez días, y eso en condiciones ideales de temperatura y humedad, así que, dando bandazos por el océano en verano dentro de un cajón metálico, lo más probable es que no durase ni dos. La foto de Ni Hao (que así fue bautizado por sus descubridores: Hola, en mandarín) acaparó las secciones de noticias insólitas de los diarios, y si no acaparó también las portadas fue porque Rajoy anunció ese mismo día la subida del IVA al 21%, algo que hace que mucha gente en España llegue a final de mes como el gatito chino llegó a América: tiritando.

gato polizón Ni Hao

El gatito Ni Hao (Hola, en chino), poco después de su travesía oceánica de dos semanas sin comida ni bebida.

Por insólita que parezca la aventura de Ni Hao, los casos de mininos que, llevados por su proverbial curiosidad, se quedan atrapados en algún embalaje y aparecen vivos y coleando en otro continente después de una larga travesía son relativamente frecuentes, a tal punto que, si no conociéramos a estos animales y su apego obsesivo al terruño, por mísero que éste sea, pensaríamos que se trata de alguna forma de migración o de turismo extremo felino. En noviembre de 2009, el gato Pharaoh navegó algo más de 4.800 kilómetros, desde Port Said, en Egipto, hasta al puerto de Felixstowe, en Inglaterra, encerrado en un contenedor del MV Maersk Batam. El nombre de Faraón, excesivo para un gato famélico, se lo pusieron los exagerados estibadores del puerto inglés, que lo primero que pensaron, al pegar la oreja al container, es que dentro había un león. Tres años antes, en noviembre de 2006, otro gato cuyo nombre no hemos logrado averiguar, pero al que podemos llamar Moisés por su origen y por su forma milagrosa de atravesar el mar, había hecho un viaje similar al de Pharaoh, desde Israel hasta Inglaterra. Sabemos, eso sí, que era blanco, que tenía un ojo verde y otro azul y que permaneció atrapado y en ayunas durante 17 días, desde que el contenedor fue precintado en una fábrica de plásticos de Afula hasta que lo abrieron en un almacén de Lancashire.

Algo más de tiempo que Moisés, tres semanas completas, había permanecido la gata Emily dentro de un contenedor lleno de papel que recorrió medio mundo, desde Wisconsin (Estados Unidos) hasta la fábrica de etiquetas adhesivas UPM Raflatac de Nancy (Francia), pasando por Chicago y Bélgica, en octubre de 2005. En su caso, como llevaba un collar con un número de identificación y el teléfono del veterinario, se la pudo enviar de vuelta a casa, regreso que se verificó, no en otro barco, lo cual ya hubiese sido demasiado para la pobre Emily, sino en un asiento de clase business ofrecido por Continental Airlines, compañía que por 4.500 euros –lo que dejó de ingresar por ese pasaje– se metió en el bolsillo a todos los amantes de los gatos y consiguió publicidad gratuita en las principales cadenas de televisión y agencias de noticias, como la BBC (ver vídeo) o Associated Press (ver vídeo).

colin's, la gata polizona

Colin's, la gata polizona neozelandesa, fotografiada en el puente del buque-cisterna surcoreano Tomiwaka.

Pero la travesía accidental más sonada, con mucha diferencia, fue la que protagonizó la gata neozelandesa Colin’s en noviembre de 2001. Colin´s no era una gata cualquiera. Había sido adoptada a principios de los 90 por Colin Butler, el director de la terminal de buques-cisterna de Port Taranaki, en New Plymouth (de ahí su nombre: Colin’s Cat o Colin’s a secas), y era la niña mimada del puerto, a la que todo el mundo –trabajadores, marineros, visitantes, autoridades…– hacía cucamonas y ofrecía alguna golosina, que ella aceptaba siempre de muy buena gana. Así se explican las siguientes tres cosas: 1) la gran atención que despertó su caso; 2) lo rolliza que estaba (véase la foto de arriba), y 3) que el 14 de noviembre de 2001 se subiera confiadamente a un barco surcoreano y, después de saciar su apetito en la cabina del segundo ingeniero, se echara una siestecita con él, despertándose los dos cuando el buque ya había zarpado rumbo al país asiático.

Al segundo ingeniero, por lo que se ve, no se le necesitaba mucho en el barco, pero a Colin’s sí que se la echó enseguida de menos en el puerto. Lo primero que se pensó, cuando se supo dónde estaba, fue que quizá sólo hubiera que esperar unas semanas a que el buque-cisterna surcoreano regresara a Port Taranaki; pero, para gran decepción de los que así pensaban, el capitán surcoreano Chang Seong-mo les informó que el viejo Tomiwaka no estaba ya para más trotes y que, después de recorrer aquellos 9.600 kilómetros, iba a ser desguazado. La segunda mejor idea que se les ocurrió a los atribulados kiwis –el plan b, para darle el título peliculero que merecía– consistía en intentar el transbordo del felino a otro barco con el que se cruzara en alta mar. Un periódico neozelandés –porque el caso ya estaba dando vueltas en las rotativas sugirió en una de sus viñetas humorísticas que bastaría con que Colin’s leyera el menú de a bordo para que, del susto, saltara ella sola a otro barco, dando a entender de una forma muy poco sutil y nada diplomática que la carne de gato no repugna a los coreanos. Opiniones más sensatas, sin embargo, objetaron que aquel salto no era una broma: abarloar dos buques-cisterna cargados de sustancias explosivas en medio de un mar agitado, como el que había aquellos días, era una maniobra temeraria, casi tanto como cabrear con una viñeta al cocinero del barco surcoreano. Nada que hacer, pues, hasta que el Tomiwaka llegara a su destino, algo que, con el mal tiempo, iba a acabar demorando 18 días. Huelga decir que, mientras todo el mundo se devanaba los sesos haciendo planes, reportajes, colectas y rogativas, Colin’s andaba tan feliz por el barco, recibiendo las mismas atenciones que en casa, o sea muchas. El capitán era especialmente amable: la dejaba subir al puente y la fotografiaba. Ella no podía sospechar que esas imágenes eran pruebas de vida que Chang Seong-mo enviaba por correo electrónico para tranquilizar a los malpensados y no fotos para su book de reina de los mares.

viñeta sobre Colin's

Colin's salta a otro barco al ver el menú de los surcoreanos. Viñeta de The New Zealand Shipping Gazette.

Resignados de mala gana a la larga espera, sobrepasados por aquella bola de nieve informativa que iba creciendo día a día y temerosos de que el asunto se pudiera complicar (aún más), en Port Taranaki decidieron que había que enviar a alguien a Corea del Sur a recoger a Colin’s; y no a cualquier mandado, sino a una persona caracterizada, acostumbrada a abrir puertas de despachos y a agilizar los papeleos más enrevesados; alguien que untase a quien hubiese que untar para burlar la cuarentena y que saliese pitando con la gata sin dejar de mostrar la mejor de sus sonrisas delante de las cámaras. El superintendente de la terminal, Gordon MacPherson, que había tomado a su cargo a Colin’s cuando Colin Butler dejó su puesto años atrás, voló a Seúl y, de allí, al puerto de Yeosu, donde recibió al pie de la escalerilla del Tomiwaka a la oronda y ya famosísima Colin’s, cuyo rescate, a estas alturas, se había convertido en un reality show cubierto por cuatro equipos de televisión y patrocinado por Whiskas de Nueva Zelanda. Y así, por fin, el 5 de diciembre, Colin’s pudo volver a New Plymouth, donde fue recibida por una muchedumbre, paseada en una limusina blanca y felicitada por el alcalde, Peter Tennent, quien le hizo entrega de una medalla y de un diploma que la acreditaban como embajadora honoraria de la ciudad, título que le había sido otorgado, dijo, “en reconocimiento a sus esfuerzos por estrechar las relaciones internacionales”. La frase tiene más gracia si uno se imagina la cara que pondría el cocinero del Tomiwaka al ver la viñeta de marras.

Después de aquel baño de multitudes, como ningún otro gato se ha dado nunca, Colin’s regresó a los muelles de Port Taranaki, donde siguió siendo agasajada por todo el mundo –incluido Colin Butler, que no quiso perderse la supernova en que se había convertido su vieja mascota– hasta que el 15 de mayo de 2007 pasó (íbamos a decir a mejor vida, pero no, porque en su caso era imposible) a otra vida. Incluso después de muerta, Colin’s siguió y sigue atrayendo a admiradores que depositan flores sobre la lápida que la recuerda en la terminal, y la web oficial de Port Taranaki mantiene un apartado especial dedicado a ella. Allí están registrados, día a día, los pormenores de esta odisea gatuna, para pasmo del mundo y para que nadie diga que nos hemos inventado nada.

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Gatos viajeros (III): Jonesy, el noveno pasajero

Jonesy y Ripley

La teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver), con el gato Jonesy, el auténtico protagonista de 'Alien' (1979).

El territorio de un gato abarca un área de entre 25 metros y cuatro kilómetros de radio. ¿Qué hace, pues, un minino terrícola en el sistema extrasolar Zeta II Reticuli? Nuestra opinión es que nada en absoluto, pero esto habría que preguntárselo a los guionistas de Alien, la magna película de terror y ciencia ficción dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1979. En esta tercera entrega de Gatos viajeros, recordamos la odisea espacial de Jonesy, el único pasajero de la nave Nostromo que miró a la cara de la bestia extraterrestre y vivió para contarlo. O para maullarlo.

Repasando la apasionante (y aún no contada como se merece) odisea de los animales en el espacio, nos ha sorprendido la escasísima cantidad de gatos que han viajado fuera de la atmósfera terrestre, frente al número alarmantemente alto de individuos de otras especies que lo han hecho: monos, perros, ardillas, conejillos de indias, ratas, ratones, tortugas, ranas, gallipatos, peces, gambas, escorpiones, arañas, escarabajos de la harina, abejorros carpinteros, hormigas, moscas de la fruta, gusanos de seda, cucarachas silbantes de Madagascar e incluso frijoles saltarines mexicanos, que son unas semillas con larvas vivas de las polillas Cydia deshaisiana en su interior. Que sepamos, solo Francia ha depositado su confianza en estos animales al lanzar al espacio a la gata Félicette el 18 de octubre de 1963 y a otro héroe felino anónimo que murió en acto de servicio seis días después, algo, dicho sea de paso, que ocurre con frecuencia cuando se mete en una cápsula a inocentes irracionales en vez de a seres humanos con contratos, seguros de accidentes y abogados.

Las razones de este vacío gatuno (no absoluto, pero casi) pueden ser las siguientes: a) que las fuentes que hemos consultado no sean muy fiables; b) que los gatos resulten poco útiles en condiciones de ingravidez, lo cual parece deducirse de los experimentos realizados por las fuerzas aéreas estadounidenses en vuelos Zero-G, en los que los mininos bracean y mueven el rabo frenéticamente en un intento tan desesperado como infructuoso de permanecer panza abajo y caer de pie; c) que bastante odisea es ya llevar al gato al veterinario; d) a y b; e) a y c; f) a, b y c.

Aparte de los susodichos chats, los únicos gatos astronautas de los que tenemos noticia son los de ficción. Como Spot, la mascota del androide Data, que sale en cuatro capítulos de la serie de televisión Star Trek: la nueva generación (1987-1994) y en dos películas de la misma franquicia: Star Trek VII: la próxima generación (1994) y Star Trek X: Némesis (2002). En el primer capítulo en que aparece, Spot es un bonito ejemplar de raza somalí, pero luego, sin explicación alguna, aparece transformado en un gato común, metamorfosis que los autores de The Star Trek Encyclopedia, incapaces de aceptar una negligencia de los dioses que han creado su adorado universo, atribuyen a una mutación accidental acaecida durante un viaje en el teletransportador. Aunque para mutaciones, la que Spot hace sufrir a su amo, al exprimir su corazón de robot, ajeno a las pasiones humanas, y hacerle derramar una lágrima, la primera, de forma que los fanáticos del mundo Trek le consideran no ya una mera mascota con un papel anecdótico en la saga, sino el catalizador de la maduración emocional de Data. En el siguiente vídeo, vemos a Data tratando de adiestrar al minino.

Rebuscando en Internet, hemos encontrado otros morrongos galácticos, como Titan y Atlas, los protagonistas de Cats in Space (Robert & James Dastoli, 2012), cortometraje que traslada la tradicional guerra hogareña entre gatos y roedores a la última frontera, donde ni siquiera llega el repartidor de Whiskas. O como el famoso Gato Jedi, que se defiende del acoso de un par de chuchos con una espada láser en cada mano. Y aunque su ADN no sea cien por cien gatuno, ahí están los ThunderCats, una serie de dibujos animados de los años 80, en la que un grupo de nobles felinos (leones, tigres, panteras, linces, pumas…), procedentes del planeta Thundera, se juega los bigotes luchando contra odiosos mutantes con aspecto de lagartos, chacales, mandriles, ratas…

Las aventuras de todos los gatos anteriores, siendo muy interesantes, palidecen ante las de Jonesy, el octavo pasajero de la nave Nostromo, noveno después de que se subiera el alienígena. En realidad, cualquiera que vea Alien con ojos atentos, ojos de gato, se dará cuenta de que Jonesy no es ni el octavo, ni el noveno pasajero, sino el primero, el auténtico protagonista de la película. No aparece mucho, es verdad, pero sus intervenciones son clave, bien para aliviar la tensión o bien para incrementarla hasta extremos desgarradores, de zarpazo por la espalda. En el minuto 22, casi 23, lo vemos por primera vez, acicalándose a lametones mientras Ripley (Sigourney Weaver) trata de descodificar el mensaje de la nave extraterrestre. Es una interpretación magistral. Transmite confianza absoluta. Si hubiera algún problema, no se estaría atusando tan pancho, sino meneando la cola nerviosamente u orientando las orejas como radares, porque un gato es básicamente eso, un detector de situaciones potencialmente desagradables alimentado por una corriente continua de caricias y croquetitas. Desde luego, viéndole, nadie puede pensar que lo que aguarda al equipo de exploración es una bodega llena de monstruosos huevos Kinder, con sorpresa nada dulce dentro.

Jonesy en el puente de mando de la nave Nostromo.

Jonesy, tan pancho en la 'Nostromo', mientras sus compañeros humanos descubren los huevos alienígenas.

Diez minutos después, cuando ya se ve que sí, que hay problemas, Jonesy vuelve a aparecer tan tranquilo, ahora en brazos de Ripley, restando de nuevo dramatismo a la situación, como diciendo: “Calma, amigos, volver de un paseo espacial con un centollo alienígena aferrado a la cara, como ha vuelto Kane (John Hurt), son gajes del oficio, lo normal en estos casos”. Es el típico personaje que no pierde jamás la compostura y que barruntamos que sobrevivirá al resto precisamente por eso.

El momento estelar de Jonesy, sin embargo, llega al cumplirse una hora de película, cuando Ripley y los ingenieros Parker (Yaphet Kotto) y Brett (Harry Dean Stanton) están buscando al bichejo extraterrestre por las tripas de la Nostromo y el gato sale escopetado de un escondrijo, dándoles un susto de infarto triple. Toda la escena siguiente, Jonesy es el protagonista invisible. Oímos sus maullidos, vemos a Brett llamándole (“Ven aquí, gatito…”) y prácticamente contemplamos con sus ojos cómo la babosa y ya crecidita criatura liquida a este último con parsimonia, casi gustándose. Curiosamente, lo primero que dijo el actor Harry Dean Stanton al entrevistarse con Ridley Scott era que odiaba las escenas de ciencia ficción y las películas de monstruos. Al director le hizo mucha gracia aquello y, viendo el final que le reservaba a su personaje, se comprende por qué.

Nuestra pequeña estrella tendrá todavía otros dos momentos de gloria. Cerca del final, cuando Ripley se prepara para abandonar la nave en la lanzadera y busca a Jonesy para meterlo en su caja, éste sale como un rayo de detrás de un asiento, dándole a la teniente y al espectador un nuevo susto padre. Poco después, en medio de un jaleo infernal de sirenas, chorros de vapor y cuentas atrás, el xenomorfo se acerca a la caja donde ya está Jonesy encerrado y, en un gesto enternecedor, que nos hace pensar en otros malos malísimos amantes de los gatos, como Blofeld o Gargamel, le dedica una sonrisa –tal parece la mandíbula acerada del monstruo, herida por la luces de emergencia de la nave a punto de autodestruirse– y le perdona la vida. Es también, no hace falta decirlo, una puerta abierta que dejan los guionistas, porque una vez aniquilado el demonio extraterrestre, a todos nos cunde la sospecha de que el gato puede llevar dentro su semilla revientapechos, y no es para pensar otra cosa mejor, después de lo que hemos visto.

Para los que, además de gatófilos, son cinéfilos, el making of de Alien ofrece un par de curiosidades relacionadas con Jonesy. La primera es que, para dar vida al personaje, se utilizaron, no uno, ni dos, sino cuatro gatos, sabia previsión cuando se trabaja con un animal que rara vez hace lo que de él se espera, menos aún lo que se quiere y nunca lo que se le obliga. Y la segunda es que, a los pocos días de rodaje, se descubrió que Sigourney era alérgica a la mezcla de pelo de gato con la glicerina usada para simular el sudor que chorreaba por todos los poros la aterrorizada tripulación. Bastó eliminar este producto para que la actriz pudiera seguir trabajando con gatos. Con los cuatro.

Ripley abraza a Jonesy

Nadie diría, viendo esta foto del rodaje, que Sigourney era alérgica al pelo de gato. El truco era sudar poco.

Siete años después del estreno de Alien y 57 despúes de que Ripley y Jonesy se sumieran en el hipersueño a bordo de la lanzadera a la deriva, los dos únicos supervivientes de la Nostromo fueron rescatados justo a tiempo para participar en la secuela Aliens, el regreso (James Cameron, 1986). Increíblemente, a Ripley la convencen para que vuelva a LV-426, el planetoide donde encontraron los huevos alienígenas hace más de medio siglo y donde (mira que el universo es grande) ha ido a establecerse una colonia humana que no da señales de vida; una misión que acepta para recuperar la licencia de vuelo (perdida tras el siniestro total de la Nostromo) y para hacer frente a sus temores, la típica chorrada psicoanalítica que funciona en los guiones de Hollywood. Algo, sin embargo, sí parece haber aprendido: que el espacio no es lugar para gatos. “Y tú no te preocupes –le dice a Jonesy–: te quedarás aquí”. La verdad es que, muy preocupado, nunca se le vio.

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Vaya, vaya, en Benidorm (Alicante) hay montaña

Benidorm, visto desde la Serra Gelada

Benidorm, visto desde las estribaciones de la Serra Gelada. Rascacielos y senderismo, qué extraña pareja.

No sólo Benidorm. Toda la costa de Alicante está llena de montañas bellísimas, radiantes, “que parecen de porcelana y de cristal” (Azorín); montañas que resisten heroicamente el asedio de las urbanizaciones, los parques temáticos y los campos de golf. Tres de ellas, las que visitamos en esta ruta, tienen garantizada su supervivencia porque son parques naturales: Montgó, peñón de Ifach y Serra Gelada. Claro que eso, en este país, puede cambiar en cualquier momento.

Multitud de preciosas montañas calizas salpican la costa alicantina, pero como el negocio es el negocio, solo han sido declaradas no urbanizables (o sea, parques naturales) tres de ellas. Que son, de norte a sur: el macizo del Montgó, entre Dénia y Jávea; el peñón de Ifach, en Calpe, y Serra Gelada, al lado de Benidorm. Para visitar la primera hay que salir de Dénia hacia Jávea por la carretera litoral CV-736, que trepa rauda por la falda norteña del Montgó, ganando en corto trecho 200 metros de altura. Debe prestarse mucha atención porque, a 3,5 kilómetros de la última casa, sale a mano derecha una pista de tierra cuya prolongación es el sendero PR-CV-355, que lleva en dos horas largas hasta la cima de esta montaña de 753 metros, desde la que se avista Ibiza en los días claros. Si no apetece andar, existe un plan B: medio kilómetro más adelante se desvía a la izquierda la carretera que conduce al cabo de San Antonio, donde hay una buena vista del Montgó, aparte de unos acantilados que quitan el hipo. También, si la víspera ha llovido, se llega a ver Ibiza. Y, si no, se puede ver al menos el cardo de peña, que, además de aquí, crece en la isla Pitiusa.

Flora del Montgó y cabo de San Antonio

Más de 650 especies botánicas pueblan el Montgó, macizo que se asoma al mar en el cabo de San Antonio.

Otra planta muy rara, la silene de Ifach, que ha estado varias décadas bordeando el precipicio de la extinción, puede encontrarse en Calpe, aferrada a las paredes del peñón que le da nombre. El peñon de Ifach (o, como allí le llaman, el penyal d’Ifac) es uno de los parques naturales más chicos de Europa (45 hectáreas), pero su cumbre no es nada pequeña (332 metros de roca vertical) y para hollarla hay que caminar dos horas y media (vuelta incluida) por una senda que atraviesa un túnel horadado en la pared septentrional. Además de flores singulares, el peñón alberga un millar y medio de gaviotas patiamarillas. No lo decimos porque tengan un gran interés ornitológico, sino porque hay que procurar dejar el coche aparcado fuera del alcance de sus bombas, que tampoco son pequeñas.

Peñón de Ifach

El pequeño gran peñón de Ifach, en Calpe, es refugio de plantas endémicas y nido de gaviotas 'bombarderas'.

De Jávea a Calpe hay 25 kilómetros y otros tantos de Calpe a Benidorm, flor la más grande y extraña que ha dado Alicante, con largos estambres de acero y hormigón que, en vez de polen, contienen turistas extranjeros, mayormente ingleses. Pegada al último rascacielos de la playa de Levante, está Serra Gelada, seis kilómetros de costa virgen, demasiado abrupta para construir torres de 50 plantas. En coche se puede subir hasta la cruz que corona la primera cima para contemplar el skyline de Benidorm como desde un helicóptero. Otra carretera, pero ésta cerrada al tráfico, permite ir caminando en una hora desde la misma playa hasta la punta del Cavall y ver acantilados de 300 metros de altura. Algunos de ellos, más que verticales, son cóncavos, como tsunamis petrificados.

Macizo del Montgó

Una senda clara conduce en dos horas largas hasta la cima del Montgó, desde donde se llega a ver Ibiza.

Cómo llegar. Dénia está en el norte de Alicante, a 91 kilómetros de la capital yendo por la autopista AP-7. La ruta propuesta de Dénia a Benidorm, pasando por Calpe, es de 60 kilómetros. Comer. La Casa (Calpe; 965 837 312): el mejor restaurante de Calpe, para muchos, es este suizo, acogedor y nada caro. Dormir. Buenavista (Dénia; 965 787 995): hotelito instalado en una villa decimonónica, con vistas al mar y al Montgó, jardín, piscina y restaurante de cocina moderna. Les Rotes (Dénia; 965 780 323): hotel de cuatro estrellas en una casa señorial en las estribaciones del Montgó, junto a la cala de Punta Negra, con restaurante de cocina mediterránea. Se pueden ver otras opciones para alojarse en Hoteles Alicante. Más información. Parques Naturales de la Comunidad Valenciana.

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El Pontón de la Oliva (Patones, Madrid): la presa de los presos

Presa del Pontón de la Oliva (Patones, Madrid)

Dos millares de presos trabajaron a muerte para levantar esta presa que finalmente no sirvió para nada.

Fue la primera presa que se construyó para abastecer de agua de la sierra a la capital de España, a mediados del siglo XIX. Aún pueden verse las argollas a las que eran encadenados los reos que la levantaron. Lo que no se ve es agua embalsada, porque el río Lozoya se escapa a través del permeable terreno calcáreo. Eso tenían que haber hecho los presos: escaparse.

Por las cañerías de Madrid corre tanta historia, han sido tantas y tamañas las fatigas de quienes trabajaron para aplacar la sed de este poblachón manchego, como lo llamó Azorín, que cada vez que un madrileño abre el grifo del lavabo es como si descorchara un gran reserva. Los trabajos comenzaron en 1848, cuando Bravo Murillo, multiministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, comisionó a dos ingenieros para que seleccionaran un proyecto para abastecer de líquido elemento a la cada vez más grande y mugrienta capital. “El Lozoya sería fetén”, dictaminaron al unísono, y aunque ahora nos parezca una obviedad como un castillo, en aquel entonces, acostumbrados como estaban a tomar el agua de los arroyos de las vecindades de la ciudad y transportarla a través de galerías subterráneas de no más de 12 kilómetros de longitud –viajes de agua, les decían–, la idea de canalizar esta lejana corriente serrana debió de sonar como a chiste de romanos.

Siete años tardaron en completarse los 76 kilómetros del canal del Lozoya; ­o de Isabel II, que tanto monta. Como lugar idóneo para hacer la captación y garantizar el suministro en cualquier época del año, al ingeniero de Caminos Lucio del Valle se le ocurrió construir un embalse cerca de la desembocadura del Lozoya en el Jarama, aprovechando el encajamiento del primero en las barras calizas de Patones. Tal es origen del Pontón de la Oliva, la más vieja presa de la región y la más triste. Dos mil reos bregaron desde 1851 hasta 1857 para erigir esta mole de piedra de 72 metros de longitud y 27 de altura, y todo para nada, pues al poco de inaugurarse, se descubrió que el río se filtraba por ignotas cavernas y pasaba de rositas bajo la ingente fábrica, vaciándose el embalse a ojos vistas. Tenía su lógica y su guasa: que en una presa hecha por presos hubiese fugas.

A cuatro kilómetros de Patones de Abajo, yendo hacia El Atazar, se desvía la carretera que lleva al pie de esta obra faraónica. Algo tiene el lugar, en verdad, de pirámide egipcia, con su muro escalonado de ciclópeos sillares, sus aliviaderos horadados en la roca viva a modo de pasadizos secretos y las voces de quienes atraviesan éstos proyectándose al exterior, con ecos fantasmales, a través de las monumentales casas de compuertas. Lo más impresionante del Pontón, sin embargo, es la pasarela volada que corre por la pared occidental del cañón, a una respetable altura sobre el lecho verde del embalse vacío. Caminando por ella se ven, cada pocos pasos, las argollas herrumbrosas a las que permanecían encadenados los siervos de la pena, y justo enfrente, al otro lado de la presa, los acantilados grisáceos y amarillentos de casi cien metros en los que prueban sus difíciles habilidades los escaladores, esos esclavos gustosos del vértigo y la adrenalina, compitiendo siempre con las chovas, a ver quién hace la pirueta más endiablada.

Al final de la pasarela, arranca una senda que permite remontar el tramo más sinuoso y recóndito del río Lozoya, el de los meandros que embarazan su curso entre el Pontón de la Oliva y la presa de la Parra, siete kilómetros aguas arriba. Cerca de dos horas lleva seguir su enrevesado cauce entre paredones verticales de roca caliza, primero, y agrias laderas de pizarra, después (y otro tanto volver por el mismo camino). Una soledad perfecta y un tremendo silencio, sólo interrumpido por la espantada del corzo o por la súbita ventolera que hace tremar el follaje del bosque de ribera, son los grandes alicientes de esta caminata.

Cómo llegar. El Pontón de la Oliva se halla en Patones de Abajo, a 70 kilómetros de Madrid, y tiene su mejor acceso yendo por la autovía del Norte (A-1) hasta Venturada, por la N-320 hasta Torrelaguna, por la M-102 hasta Patones de Abajo y finalmente por la carretera de El Atazar (M-134). Desde Patones de Abajo hasta el Pontón, por esta última carretera, hay cuatro kilómetros. Comer y dormir. El Poleo (Patones; 918 432 101): restaurante de cocina creativa en el encantador hotel El Tiempo Perdido, ambos recomendables por igual; baratos, la verdad, no son. Las Eras (Patones; 918 432 126): pimientos del piquillo con atún, carnes a la brasa y tarta de cuajada, en un entorno rústico. Más información. Turismo de la Sierra Norte: 918 688 698.

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Del Guadiana al Guadalquivir, por toda la orilla (Huelva)

Playa de Mazagón

La playa de Mazagón, como casi todas las de Huelva, se conserva casi, casi como en tiempos de los fenicios.

Una ruta memorable por la Costa de la Luz: 150 kilómetros de arenas doradas que dibujan, desde Ayamonte hasta Doñana, la sonrisa más amplia y luminosa del litoral andaluz. Este ancho mundo, este infinito paisaje de playas bordadas de dunas y pinos piñoneros (en lontananza, los barcos pescando la sardina y el camarón), apenas ha cambiado desde que Tartessos tuvo aquí su asiento y los comerciantes fenicios y griegos se aventuraban por estos mares.

Dicen que lo que empieza mal, acaba mal, pero cualquiera que conozca el joven Guadiana de La Mancha, un regato flaco e intermitente como el juicio de don Quijote, se frotará los ojos al descubrirlo justo antes de que se lo beba el mar, convertido en un hermoso río de medio kilómetro de anchura y diez metros de profundidad, como si en el ínterin no hubiese atravesado parte de Extremadura y de Andalucía, sino un lluvioso país tropical.

Recostada en un cerro a orillas del Guadiana, encontramos la vieja Ayamonte. En el barrio de la Villa, en lo más alto, estuvo el castillo árabe sobre cuyas ruinas se levantó el Parador, un vistoso lugar al que, estemos o no alojados, debemos subir al atardecer para explayar la mirada sobre la desembocadura del río, señoreada ésta por la esbelta silueta, futurista, del puente atirantado que une España y Portugal. El resto del casco urbano se ensancha, salpicado de iglesias góticas, plazas forradas de azulejos y casas de indianos –que aquí llaman brasiles–, hasta el puerto donde diariamente se descargan las delicadeces del tapeo local: los boquerones, las sardinas, los jurelitos y la raya, que en pimentón, como la hacen en el bar Cortada, es como mejor está. Para variar, jamón de la sierra de Aracena. Para beber, vinos del Condado.

A 16 kilómetros de Ayamonte, recorriendo la costa hacia naciente, se halla Isla Cristina, uno de los principales reclamos turísticos del litoral onubense. Con diez kilómetros de playas de arenas doradas en las que ondean un par de banderas azules, medio centenar de restaurantes, 27 hoyos de golf y más de 3.000 plazas en hoteles de calidad (incluido el primero de cinco estrellas que se abrió en la provincia), el que se lo pasa mal en Isla Cristina, es porque quiere.

Casa-museo de Zenobia y Juan Ramón / playa de Doñana

Casa de la infancia de Juan Ramón, en Moguer, y barca con el escudo del Betis varada en la playa de Doñana.

Más al este, está Lepe, población que tan sólo ofrece a la curiosidad del viajero una bonita plaza y una iglesia mudéjar. Hace años se celebraba un concurso de chistes. Ya no. Más miga tiene la vecina ciudad de Cartaya, que, habitada desde tiempos de los fenicios, se apiña blanquísima alrededor de su castillo romano, luego árabe y por fin de los Zúñiga, dominando el curso bajo del Piedras. Un río éste que, en su desembocadura, protagoniza uno de los fenómenos geomorfológicos más espectaculares de las costas andaluzas. Es la llamada Flecha de El Rompido, una barra arenosa de diez kilómetros, formada por la corriente del Atlántico, que crece a razón de 40 metros al año, obligando al Piedras a dar un rodeo cada vez más largo para morir. En el playazo resultante, que es parque natural desde 1989, resulta más fácil tropezarse con una bandada de gaviotas o de cormoranes que con una familia de bípedos implumes.

La siguiente estación de nuestra ruta costera, Punta Umbría, no era más que un poblado de pescadores con cuatro chozas y una torre-almenara del siglo XVII hasta que en 1896 llegaron los ingleses de las minas de Riotinto y comenzaron a levantar, a orillas del Odiel, sus chalés de junco y madera. Hoy, con casi 15.000 habitantes censados y cerca de 100.000 en verano, Punta Umbría es famosa por sus playas kilométricas y, también, por sus espacios naturales: la laguna del Portil, los Enebrales y, sobre todo, las marismas del Odiel, que es el humedal más importante del litoral andaluz después de Doñana. En sus casi 7.000 hectáreas de canales, islotes, esteros y aguazales, pueden avistarse más de 300 especies distintas de aves, desde las rarísimas pagarzas hasta las habituales espátulas, las cuales se reúnen aquí en número increíble (aproximadamente, la tercera parte de todas las que crían en el continente europeo), organizando un guirigay en los carrizos que recuerda vivamente  el crotorar de una cigüeña, sólo que multiplicado por mil.

Para recorrer la otra mitad de la Costa de la Luz, la oriental, tenemos que atravesar la capital onubense y, haciendo como que no vemos (ni olemos) las industrias que nos acompañan hasta la salida de la ciudad, arrimarnos al monasterio de La Rábida, donde, alrededor de sus dos claustros chiquitos, como de convento de muñecas, se cocinó la mayor aventura de la humanidad: el descubrimiento de América. Sabido es que Colón convenció aquí de sus locos proyectos a fray Antonio Marchena y fray Juan Pérez, quienes, a su vez, consiguieron introducirlo en la Corte. El vecino muelle de las Carabelas, donde están atracadas tres fieles reproducciones de aquellas pequeñas grandes naos; el monumento a Colón, obra en rubia piedra de Niebla de la escultora Gertrudis V. Whitney, que atalaya desde sus 37 metros de altura la confluencia de los ríos Tinto y Odiel; y la población de Palos de la Frontera, punto inicial de la travesía y madre de 60 de los 90 marineros que la hicieron posible –incluidos los Pinzones–, son otros hitos insoslayables de la ruta colombina por tierras de Huelva.

Claustro mudéjar del monasterio de La Rábida

Alrededor del claustro mudéjar del monasterio de La Rábida se fraguó la mayor aventura de la humanidad.

A siete kilómetros de Palos, río Tinto arriba, aparece, rodeado de campos de fresas, el impecable caserío blanco de Moguer, cuna del poeta Juan Ramón Jiménez (1881-1958), premio Nobel de Literatura en 1956, al que no hay dedicado un solo museo, sino dos, en la casa donde nació –calle de la Ribera– y en la que pasó la mayor parte de su infancia –calle Juan Ramón Jiménez–. La joya monumental de Moguer es Santa Clara, un monasterio construido entre los siglos XIV y XVI que, por fuera, parece una fortaleza pero, por dentro, es el cielo hecho patio, con su claustrillo mudéjar y su claustro grande o de las monjas. Y la joya natural, la playa de Mazagón, por la que el municipio se asoma al Atlántico. Trece kilómetros mide este trozo de planeta solitario y arenoso, hacia la mitad del cual, sobre una duna fósil acantilada de 40 metros de altura, se erige el mejor Parador que hemos catado nunca, un hotel con terrazas abiertas al océano, piscina climatizada y cocina de la que sale lo mejor de la provincia: jamón de Jabugo, gambas, langostinos, coquinas… Es, como alguien ha dicho sin exagerar, el jardín trasero de Doñana.

En Matalascañas, la carretera que nos ha acompañado fielmente a lo largo de la costa, se desvía tierra adentro, hacia Almonte, pasando por la aldea-santuario de El Rocío. A primera vista, Matalascañas puede dar la impresión de ser una simple urbanización (que lo es, y gigantesca), pero una mirada más atenta descubre dos lugares con personalidad, que merece la pena visitar: el parque Dunar –un paraje de dunas fósiles con senderos que culebrean entre pinos piñoneros, sabinas y retamas– y el museo del Mundo Marino, en el que se exhiben réplicas de ballenas, cachalotes y delfines efectuadas a partir de ejemplares hallados en aguas onubenses y gaditanas, así como el esqueleto y el molde del rorcual común, de cuatro toneladas de peso. Además, allí al lado, tras el último bloque de apartamentos, arranca una playa virgen de 28 kilómetros, que dicen que es la más larga de Europa y por la que los amigos de andar (pero mucho) pueden alejarse, orillando el parque nacional de Doñana, hasta alcanzar el estuario del Guadalquivir.

Otra opción (en realidad, la única razonable) son las excursiones en vehículos todoterreno que parten del centro de visitantes de El Acebuche, a tres kilómetros de Matalascañas por la carretera de El Rocío. En cuatro horas, recorreremos los ecosistemas más representativos del parque –la playa, las dunas, la vera, las marismas y los cotos–, llegando hasta la misma desembocadura del viejo Betis, frente a la población gaditana de Sanlúcar de Barrameda. Antes, al pasar por el cerro del Trigo, habremos visto los hoyos que hizo a principios del siglo pasado Adolf Schulten –el mismo hispanista y arqueólogo alemán que desenterró Numancia– mientras buscaba la mítica Tartessos. Obviamente, aquella ciudad de hace 3.000 años no era como Matalascañas y, con las vagas referencias de los textos clásicos como única ayuda para localizarla en la vastedad arenosa de la costa onubense, Schulten no encontró nada.

Marismas del Odiel

Las marismas del Odiel, junto a la capital onubense, son otro de los grandes tesoros naturales de esta costa.

Cómo llegar. Ayamonte, punto de partida de la ruta, está bien comunicada por la autovía A-49 desde Huelva y Sevilla, ciudades de las que dista 52 y 146 kilómetros, respectivamente. Comer. Azabache (Huelva; 959 257 528): uno de los mejores lugares de la capital para tapear en barra y también para comer sentado gambas y coquinas, pimentadas y huevas de choco; además, gran jamón ibérico y pescado a la plancha. Acanthum (Huelva; 959 245 135): cocina creativa con productos de temporada en un bar de tapas y en un comedor de ambiente contemporáneo. Tabla (Punta Umbría; 959 310 757): chiringuito en la playa de La Canaleta, famoso, entre otras cosas, por su rodaja de corvina a la plancha. El Lobito (Moguer; 959 370 660): bodega tradicional para comer por poco (10 o 15 euros) carnes a la brasa o raciones de jamón, chocos, rabo, acedías, cazón... Dormir. En los hoteles de Isla Cristina se pueden encontrar habitaciones desde 48 euros. Otra buena opción es el Parador de Mazagón (Playa de Mazagón; 959 536 300), uno de los mejores de la cadena, en el parque de Doñana, con vistas al mar, dos piscinas y restaurante donde se cuida la cocina regional. Más información. Turismo de Huelva: 959 650 200.

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La Giralda de Lovaina (Bélgica) y otras Giraldas

La Giralda de Lovaina

La Giralda de la Universidad de Lovaina y la del viejo Madison Square Garden, demolido en 1925.

Sobre la Biblioteca de la Universidad de Lovaina descuella una torre que recuerda vivamente a la Giralda. Lo más sorprendente es que no es un caso aislado, sino que la torre sevillana tiene varias hermanas gemelas dentro y fuera de nuestro país, incluso en Estados Unidos.

Paseando la otra noche por la ciudad flamenca de Lovaina, reparamos en el gran parecido que tiene la torre de la Biblioteca de la Universidad con el famoso campanario de la catedral de Sevilla. La verdad es que no nos sorprendió demasiado. Acabábamos de cenar en Muntstraat, una calle estrecha llena hasta la bola de jóvenes en chanclas y de restaurantes y terrazas con pizarras que anunciaban, en castellano, tapas, jamón de pata negra, sangría y gazpacho. Y el camarero que nos había atendido no sólo hablaba un más que correcto español, sino que tenía el mismo aire vacilón y condescendiente de sus homólogos hispalenses. Después de eso, ya poco nos podía extrañar tropezarnos con una torre inspirada en la de Sevilla. Además (reflexionamos), Lovaina formaba parte del imperio español en la segunda mitad del siglo XVI, cuando la Giralda cobró su aspecto definitivo al añadírsele al viejo alminar almohade el cuerpo de campanas renacentista. Y al igual que Felipe II importó de Flandes varias soluciones arquitectónicas –verbigracia, los tejados apizarrados–, los flamencos podrían haber tomado la torre sevillana como modelo para levantar alguna de las suyas.

Nuestra sorpresa, inicialmente pequeña, se hizo grandecita cuando nos enteramos de que la Biblioteca de la Universidad no era una obra del siglo XVI, como creíamos, sino del XX: la antigua biblioteca había sido pasto de las llamas durante la Primera Guerra Mundial y el nuevo edificio, el que ahora se ve, lo habían levantado los estadounidenses en estilo renacentista flamenco (menos la torre, claro, que es estilo Giralda). Y se tornó mayúscula, nuestra sorpresa, cuando en Internet descubrimos que lo de Lovaina no es un caso aislado, sino que hay unas cuantas réplicas de la Giralda en diversos lugares del mundo. Varias de ellas se encuentran en España (como la de L’Arboç, en Tarragona, o la Casa de la Giralda, en Badajoz), lo cual nos parece hasta natural, pero otras se hallan en Estados Unidos, cosa que nos parece bastante extraña. Hay Giraldas en Kansas City y en Miami, y hubo una en Nueva York, en el segundo complejo que alojó el Madison Square Garden, demolido en 1925, que era una copia casi exacta de la original. Los que saben dicen que estos edificios son (o eran) neorrenacentistas y que se reprodujo en ellos la Giralda porque constituía un canon de belleza para los arquitectos revival estadounidenses. La misma explicación podría servir para la Giralda de Lovaina, nos parece a nosotros. Pero esto no es un blog de arquitectura, sino de viajes. Bástenos con evocar el inesperado sabor andaluz de una noche de verano en Lovaina y con dar algún consejo práctico para quien quiera experimentarlo por sí mismo.

Cómo llegar. La Biblioteca de la Universidad está en Ladeuzeplein, la plaza más grande de Lovaina, a cinco minutos a pie de Grote Markt, que es el centro geográfico, vital y turístico de la ciudad. Cuatro compañías aéreas conectan España con Bélgica: Brussels Airlines, Iberia, Vueling y Ryanair. Desde el aeropuerto internacional de Bruselas (Zaventem) hay trenes directos a Lovaina, que tardan un cuarto de hora. Comer y dormir. Kokoon (Meierstraat, 1; +32 (0) 16 23 07 26): céntrica terraza en la que se sirven ricos platos al wok, mejillones cuando es temporada de ellos y mousse de chocolate. Très (Muntstraat, 20; +32 (0) 16 20 53 35): restaurante de moderna arquitectura y ambientación, donde se pueden tomar desde simples tapas hasta platos creativos. Bed & Breakfast Alizée (Sint-Maartenstraat, 41; +32 (0) 498 037 383): coqueto hotelito familiar, con desayunos de primera. Begijnhof Hotel (Groot Begijnhof, 15; +32 (0) 16 29 10 10): cuatro estrellas con jardín, moderna decoración y todas las comodidades; precio alto. Más información. Turismo de Flandes: 935 085 990.

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El Laberinto de Horta (Barcelona): un parque para perderse

Parc del Laberint (Barrio de Horta, Barcelona)

Los setos de ciprés, fáciles de podar, dan a este parque barcelonés un acabado perfecto, casi arquitectónico.

En el barrio barcelonés de Horta, junto a la ronda de Dalt, se esconde el Parc del Laberint, desconocido incluso para los propios capitalinos. Un viaje a la edad de la frívola nobleza dieciochesca, que jugaba a perderse y amarse entre los altos setos geométricos.

En 1792 empezó a construirse el Parc del Laberint d’Horta, un capricho de Joan Antoni Desvalls i d’Ardena, sexto marqués de Llupià, el cual era dueño de una finca que entonces quedaba a una buena tirada de Barcelona, en la falda de la sierra de Collserola, y hoy está pegada a la ronda de Dalt. Lo primero que se ve es el antiguo palacio de la familia Desvalls, con motivos de estilo neoárabe y neogótico, pero el elemento principal del parque, y al que debe su nombre, es un laberinto formado por 750 metros lineales de setos de ciprés, especie que se presta bien a la poda, lo que permite dar al recinto vegetal un acabado perfecto, casi arquitectónico. A la entrada del mismo hay un bajorrelieve de Ariadna y Teseo. Y, en la plazoleta central, una escultura de Eros, señal de que este dédalo no fue concebido para prisión de bestias antropófagas, sino para refugio de tórtolos como los que arrullarse suelen en los bancos.

Fue en el Renacimiento cuando los laberintos vegetales se pusieron de moda y se difundieron por toda Europa, desde las villas italianas hasta los Reales Alcázares de Sevilla, favorecidos por la afición de los príncipes a mitología. Su edad de oro, sin embargo, llegaría en el siglo XVIII, con el auge de la jardinería formal francesa y de la frivolidad de los aristócratas, adoradores de Cupido y de las fiestas galantes que pintaba Watteau. Eso eran los jardines laberínticos: costosos escondites en los que la nobleza jugaba a los amorcillos, mientras el pueblo podaba soñando con la guillotina.

Desde la terraza superior, donde se alzan los templetes de Ariadna y de Dánae, se observa bien el alocado ir y venir de los niños y de los padres tras ellos; aunque con cierta aprensión, sobre todo si se ha visto recientemente la secuencia del laberinto de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Por cierto, que en este parque se rodó una escena de la película El perfume, dirigida por Tom Tykwer. Y, mucho antes, los templetes fueron elegidos por Joan Maragall para realizar representaciones de teatro clásico:. el 10 de octubre de 1898 se estrenó la tragedia Ifigenia en Tauris, de Goethe, traducida por aquél y dirigida por Adrià Gual. Hoy es el escenario perfecto, solitario y evocador, al que acuden las parejas de novios para hacerse fotos de boda, el día antes de.

Más arriba aún, se levanta un pabellón dedicado a las nueve musas, coronado por una escultura que representa el arte y la naturaleza. Debajo se puede leer la inscripción: “Artis naturaque parit concordia pulchrum” (la armonía del arte y la naturaleza engendra belleza). Y al lado, ésta otra: “Ars concors foetum naturae matris alumbrat” (el arte armonioso da luz al fruto de la madre naturaleza). Detrás del pabellón hay un gran estanque alimentado por la fuente de la ninfa Egeria. Aquí acaba el jardín neoclásico, del siglo XVIII, pero más allá y en derredor, se extiende el romántico, del XIX. Si aquél estaba consagrado al amor, éste, según dicen, lo estaba a la muerte. Modas.

Cómo llegar. Salida 4 de la Ronda Dalt. Estación de metro Mundet (línea 3). Autobuses 27, 60, 73 y 76. Horario. Abierto todos los días, desde las 10.00 hasta el anochecer. Aforo. 750 personas. Más información. Parc del Laberint d’Horta. Pg. dels Castanyers, 1. 934 132 400.

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Ligero de equipaje: visita a la Segovia de Machado

Paseo de la Alameda del Parral (Segovia)

Alameda del Parral, a la vera del Eresma y a la sombra del Alcázar, donde Machado gustaba de ir a pasear.

Trece años pasó Antonio Machado en la capital segoviana, dando clases en el Instituto y también a obreros pobres. Difícil no emocionarse visitando la austera pensión donde vivió y su paseo favorito, la alameda del Parral. La fama del poeta, muy grande, cabía en una pequeña maleta.

El 25 de noviembre de 1919, Antonio Machado, un poeta consagrado ya, doctor en Filosofía y recién nombrado catedrático de Lengua Francesa en el Instituto de Segovia, llegaba a esta ciudad saludado por los titulares a toda página en la primera plana de los diarios y se alojaba (¡cosas veredes, Sancho!) en una humilde casa de huéspedes de la calle de los Desamparados, a pocos pasos de la catedral. Una casa sin baño –el que se enseña hoy es posterior–, de techos bajos y habitaciones dispuestas de tal manera que el poeta se veía obligado, violentando su natural timidez, a atravesar la de otro huésped, un tal don Avelino, para llegar a la suya. A la entrada de la hoy casa-museo nos recibe el propio Machado, labrado de pecho para arriba por el escultor Barral: “Y tu cincel me esculpía / en una piedra rosada / que lleva una aurora fría / eternamente encantada”. Pasamos junto a la cocina de leña, que se conserva intacta, como el libro de recetas manuscritas de la patrona Luisa Torrego. Y después de enhebrar varias estancias llenas de recortes de prensa, fotos y retratos del poeta (incluido uno de Picasso), nos asomamos estupefactos al cuarto donde sobrevivió 13 inviernos con sólo una estufa de petróleo: “Tengo que abrir el balcón para que se caldee la habitación”, bromeaba.

Busto de Antonio Machado en su casa-museo de Segovia.

Busto de Antonio Machado en su casa-museo de Segovia, en el número 5 de la calle de los Desamparados.

Tras visitar la casa-museo, nos acercamos, por la plaza de San Esteban y la calle de María Zambrano, a la iglesia de San Quirce, sede de la Universidad Popular que Machado ayudó a poner en marcha en 1920, impartiendo clases gratuitas de francés a trabajadores sin recursos. Luego, por las calles de Yza Gudelli y del Doctor Velasco, descendemos al monasterio de Santa Cruz la Real, obra de Juan Guas, con portada gótica finísimamente labrada, de arquivoltas treboladas. Y, desde allí, por una costanilla empedrada, al Eresma, donde descubrimos, cincelados en un puente, los versos que a su vera escribió (o pensó) Machado: “En Segovia, una tarde, de paseo / por la alameda que el Eresma baña, / para leer mi Biblia / eché mano al estuche de las gafas / en busca de ese andamio de mis ojos, / mi volado balcón de la mirada”.

Continuamos nuestro paseo río abajo, cual hacía el poeta, caminando a la sombra de altos álamos y viejas arquitecturas: el monasterio del Parral, la casa de la Moneda, la iglesia templaria de la Vera Cruz, San Marcos, el Alcázar… Al final, descubrimos el convento de Carmelitas Descalzos en que yace el místico san Juan de la Cruz desde 1593, tres siglos y cuarto antes de que llegara el lógico Machado.

Cómo llegar. La casa-museo de Antonio Machado está en el número 5 de la calle de los Desamparados, a 200 metros de la plaza Mayor. Los mejores accesos a Segovia son la autopista AP-61, que se toma en la salida 61 de la carretera de A Coruña (AP-6), y el tren AVE (902 240 202). Comer y dormir. Fornos (921 460 198): hostal céntrico, económico y con encanto. Los Linajes (921 460 475): hotel emplazado en un edificio del siglo XVI, cerca de la casa-museo. Di Vino (921 461 650): restaurante de cocina contemporánea y cuidada bodega. San Marcos (921 433 649): junto al Eresma, cocina típica castellana y buenos mariscos. Más información. Casa-museo de Antonio Machado: 921 460 377. Turismo de Segovia: 921 466 720 / 21.

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