San Pedro de la Nave (El Campillo, Zamora): el arca visigoda

San Pedro de la Nave

Daniel en el foso de los leones. Capitel de la iglesia visigótica de San Pedro de la Nave (El Campillo, Zamora).

En la era de un pueblecito zamorano está varada la iglesia visigótica de San Pedro de la Nave, valiosísima desde el punto de vista escultórico; un templo del siglo VII que, haciendo bueno su nombre marinero, capeó más de mil años de tempestades y, cuando estaba a punto de naufragar en las aguas del embalse de Ricobayo, se fue con sus naves a otra parte.

Un templo visigótico ya es algo raro (apenas quedan una docena en toda la Península), pero un templo visigótico, ambulante y en activo, con misa los sábados a las cinco, es más extraño que un cuervo blanco, que diría Juvenal. Es San Pedro de la Nave. En 1923, Unamuno hacía conjeturas sobre su apellido naval, imaginando que podía provenir de una supuesta “nave o barca en que atravesaban el río los romeros que iban a la Roma celtibérica, a Santiago de Compostela, a la tumba de Prisciliano el celtíbero” (Campos Santos). Diez años después, la construcción del embalse de Ricobayo, en el Esla, próximo a su desembocadura en el Duero, obligaba a trasladar este templo ribereño, piedra a piedra, hasta una era del cercano pueblo de El Campillo, donde hoy sigue admirando a feligreses propios y visitantes extraños. Además de su ajetreada historia contemporánea, llama la atención su diseño, mezcla de planta basilical y cruciforme, y su variado juego de volúmenes y espacios, entre los que destacan los falsos ábsides laterales (quizá celdas monacales), los cuales se comunican con la nave central por medio de una puerta y de una ventana de tres huecos separados por columnillas, lo que no se volverá a ver hasta casi 200 años después en algunas iglesias asturianas. Lo que hace única a esta iglesia, empero, es su rica y bien conservada decoración escultórica, de influencia bizantina. Los capiteles del crucero, con las escenas del sacrificio de Isaac y de Daniel en el foso de los leones, no tienen igual en el arte visigodo.

Cómo llegar. San Pedro de Nave está en El Campillo, a 23 kilómetros de Zamora yendo por la carretera de Bragança (N-122). Horario: de martes a domingo, de 10.00 a 13.00 y de 17.00 a 20.00; no obstante, dado lo apartado del lugar, se recomienda confirmar antes de ir, llamando a los teléfonos que aparecen al final. Comer y dormir. Parador de Zamora (980 514 497): céntrico a más no poder, en la plaza de Viriato de la capital,  se encuentra este hotel rebosante de historia, antiguo palacio de los Condes de Alba y Aliste, del siglo XV, con camas con dosel, escudos, armaduras (hay incluso una para caballos) y espectacular patio renacentista acristalado. En el restaurante se bordan las especialidades de la tierra: arroz a la zamorana, habones, bacalao a la tranca, ternera de Aliste, rebojo, cañas… Y los precios, para la calidad que se ofrece, son de ocasión. Más información. Turismo de Zamora: 980 534 047 y 980 536 495.

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Lourdes, la feria de los milagros (y II)

Bernadette Soubirous

Bernadette Soubirous, la santita de Lourdes, vio a la Virgen 18 veces entre febrero y julio de 1858.

Segunda y última entrega del reportaje sobre Lourdes que escribí hace tres lustros para la revista Paisajes desde el tren. En esta parte se cuentan algunas (no todas, porque sería un tostón) de las 18 apariciones de la Virgen ante Bernadette Soubirous y los graves problemas que tienen los peregrinos para bañarse en el agua milagrosa, pues no hay bañeras para todos.

Sumido en sus inocentes cavilaciones, el peregrino recorre en un suspiro la rue Jean Sempe hasta toparse de nuevo con el río a la altura del Pont Saint Michel, justo frente a la entrada principal del santuario de Lourdes. O santuarios, porque en realidad son tres basílicas, dos iglesias y una cripta los recintos sagrados que circundan la gran pradera de las peregrinaciones; eso por no hablar de los dos calvarios (uno bastante empinado y otro muy fácil, para fieles con menos fuelle o problemas locomotores), las salas de conferencias, los albergues, los pabellones, las dependencias administrativas, los museos y hasta un cine en que se pasa en sesión continua y cuatro idiomas diversos La canción de Bernadette, dirigida por Henry King e interpretada por Jennifer Jones, que –como alguien observa en la cola no sin malicia– “todo lo que tenía de santa en la película religiosa, lo tuvo luego de lo otro revolcándose con Gregory Peck en Duelo al sol”.

Pero el centro de gravedad de Lourdes –bien lo sabe el peregrino–, el núcleo que atrae como un gigantesco imán espiritual a millones de almas todos los años es la gruta de Massabielle, la Gruta con mayúsculas, paradójicamente una minúscula covacha relegada hoy al pie de la Basílica Superior, donde la Virgen se apareció 18 veces a la niña Bernadette Soubirous entre el 11 de febrero y el 16 de julio de 1858. Las historias de apariciones interesan sobremanera al peregrino, que es un ávido lector de relatos fantásticos, y de todas las que protagonizó la santita de Lourdes se queda sin dudarlo con la tercera, acaecida el 18 de febrero: “La tercera vez que acudí a la gruta” –cuenta Bernadette en sus Memorias– “fui junto con algunas personas respetables. Estas me habían aconsejado llevar una hoja de papel, pluma y tinta, y si veía a la Señora, preguntarle qué deseaba y pedirle que me lo pusiera por escrito. Cuando le dije esto a la Señora, me sonrió y me dijo que lo que tenía que decirme no era preciso escribirlo”. Si se considera que Bernadette era entonces analfabeta, y que aquellas personas respetables no lo ignoraban, la escena resulta de una comicidad conmovedora.

“Vaya a beber a la fuente y lávese”, le ordenó la Inmaculada Concepción a la zagala –a quien, muy educadamente, trataba de usted– en su novena aparición, y ahora son más de 400.000 personas las que hacen cola a lo largo de toda la temporada para repetir ese gesto en las piscinas anejas a la Gruta. El problema –ya le han advertido al peregrino– es que no hay bañeras para tanta gente. Ni agua. Mientras aguarda su turno sin mucha esperanza –los enfermos tienen prioridad, y él apenas puede alegar otra cosa que vista cansada–, el peregrino lee, para no pensar demasiado en el agua a 12 grados, un estupendo artículo sobre las piscinas publicado en el último número de Lourdes Magazine. El doctor Pilon, que así se llama el máximo responsable de la higiene de las piscinas, escribe: “El agua que mana de la Gruta se da gratuitamente, pero no es inagotable. De ahí que un circuito cerrado haya sustituido recientemente el vaciado de los baños… Aquí es donde los detractores de las piscinas tienen buen juego para ridiculizar sus espantosas condiciones de higiene: sumergirse unos tras otros, los enfermos y los sanos, incluso los que tienen llagas, en la misma agua, ¡qué necedad!, ¡qué costumbre retrógada!, ¡qué desafío al buen sentido! Pero los fieles del santuario, impasibles ante estas recriminaciones, y estimulados por la inexistencia de cualquier contagio comprobado, han hecho de esto un argumento de fe. ¡Qué mejor prueba de que Nuestra Señora de Lourdes protege a los que creen en Ella, que esta resistencia a la infección, a las epidemias, al peligro de los microbios!”.

Cuando a las once en punto cierran los baños, un largo lamento recorre la larga cola, pero el peregrino, después de leer lo que ha leído, se resigna con mansedumbre, incluso con alegría, y se aleja pensando que realmente hace falta tener una salud de hierro para sobrevivir a una inmersión en estas aguas de nieve. De hecho, al peregrino le extraña que la Iglesia solamente haya reconocido 65 curaciones milagrosas hasta la fecha, cuando, a su modo de ver, el mero hecho de no sufrir una hidrocución ya constituye un milagro portentoso. Saint Benoit-Joseph Labre, el santo patrón de las Hospitalarias de Lourdes, no se lavó jamás. El sabía lo que se hacía.

Al pasar de nuevo junto a la Gruta, un sacerdote con un cirio pascual humeante llama la atención al peregrino por encender un cigarrillo en los vastos y aireados dominios del santuario. Seguido de lejos por la mirada del ángel reprensor, el peregrino se arrima a la orilla del Gave, donde antes viera a una mocita fumando a hurtadillas, a una de esas mocitas disfrazadas de monjas que ayudan a los inválidos a navegar en el maremágnum de las peregrinaciones. Acodado en el pretil, el peregrino se siente como esas truchas del Gave que viven siempre contra corriente, con lo fácil que sería dejarse llevar río abajo hasta la mar, que es el morir… Saliendo del santuario, un niño con un hilo de baba se queda mirando, casi con amor, al peregrino. Hoy no ha habido milagro.

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Lourdes, la feria de los milagros (I)

Santuario de Lourdes

El agua milagrosa de Lourdes no procede de ningún acuífero especial: es la misma que se bebe en la ciudad.

Hace 15 años visité Lourdes y juré no volver a pisar nunca más aquella trampa para desesperados de los Pirineos franceses, unas montañas, por lo demás, encantadoras. Reproduzco a continuación (en dos entregas, porque es un poco largo) el reportaje que publiqué entonces en la revista Paisajes desde el tren. Con él inauguro la sección Lugares para olvidar.

El sol sale para todos: para los justos de corazón y para los tiñosos, para los zurdos y para los sodomitas, para la orquídea y para el cardo borriquero, para el águila que señorea sobre el Vignemale y para la grey de las espantadizas del bosque, para el taxista que vela en la estación de Lourdes y para el peregrino que llegó ayer muy tarde en busca de un milagro, acaso el único imposible: volver a creer después de haber creído…

El tibio sol de la amanecida derrite, casi con ternura, la nieve temprana de octubre que anoche tendió su largo velo de novia sobre la cima del Pibeste, sobre los ventisqueros en los que frezan confiadamente las últimas vacas cerriles de la temporada, nutriendo sin saberlo –¡benditas sean!– las aguas demasiado puras, casi estériles, que corren valle abajo hasta remansarse en un embalse de 22 kilómetros cuadrados al suroeste de Lourdes, donde se filtran a través del subsuelo calcáreo, serpentean bajo tierra a cien metros de profundidad –de ahí, su temperatura estable de 12 grados centígrados– y emergen definitivamente por una falla en la gruta de Massabielle, a la vera de la cual los padres asuncionistas regentan un taller que se afana en expedirlas a medio mundo para consuelo de afligidos, lisiados y gentes en general de buena fe que creen sinceramente que unas cuantas gotas de agua pura, casi estéril, pueden obrar milagros.

El peregrino, que logró dormirse a las tantas leyendo un informe sobre el agua de Lourdes elaborado en 1984 por la Oficina Regional de Investigaciones Geológicas y Mineras de los Altos Pirineos –mano de santo para insomnes–, se despierta de gran mañana un tanto mareado, con la sensación de haber andado toda la noche montaña arriba y montaña abajo. Ahora ya sabe, para su decepción, que el agua de la ducha del hotel viene a ser la misma que mana al pie de la gruta prodigiosa, cuando él se imaginaba ésta brotando de ignotos acuíferos, no contaminados por distraídas vacas cerriles. Y que la botella de Perrier con la que se desayuna contiene infinitamente más minerales que las otras aguas, las milagrosas, que según todos los análisis realizados no contienen ninguno, lo cual, por otro lado, explica por qué la dichosa botella de Perrier cuesta también infinitamente más.

Es el Gave un río joven e impetuoso que lleva en su caudal el vértigo de los Pirineos, un río que sólo se dilata y se demora al enfilar Lourdes, como los niños que ponen cara de mayores cuando entran en misa. Traza el Gave, a su paso por la villa, un amplísimo meandro que el peregrino se complace en orillar, paseando por la barriada de Peyremale entre hoteles de inequívoca reputación: hotel Ave Santa Lucía, hotel Gólgota, hotel Monte Thabor, hotel La Chapelle, hotel L’Ermitage, hotel Basilique, hotel San Francisco de Asís, hotel Galilée, hotel Vatican, hotel Nazareth, hotel Paradis… “En números brutos –lee el peregrino en la Guía turístico (sic) de Lourdes, una amena traducción ejecutada por la editorial A. Doucet–, Lourdes es una ciudad de 17.425 habitantes situada a orillas del Gave en el departamento de los Altos Pirineos; sin embargo por ser con sus 400 hoteles, la segunda ciudad hotelera de Francia después de París, capacidad que le permite acoger de marzo a octubre, cuatro millones de peregrinos (unos 20.000 por día) se presenta como una ciudad exceptional (sic)”. Y el peregrino, alma sencilla, se despista tropezando con tanta coma fuera de sitio, a tal punto que acaba perdiendo el hilo del río y, cuando quiere darse cuenta, anda dando tumbos por la avenida Bernadette Soubirous.

No se siente del todo a gusto y confiado el peregrino en la avenida Bernadette Soubirous, con cientos de letreros luminosos haciéndole chiribitas en los ojos. El peregrino no está preparado para pasearse sin escrúpulo por esa suerte de Oxford Street de la santurronería que es esta pequeña avenue jalonada de tiendas de souvenirs. Nadie sabría decir si está bien o mal que los seglares comercien con artículos religiosos, y se enriquezcan a costa de la piedad ajena, pero lo honesto sería, al entender del peregrino, que alguna orden de monjitas buenas se hubiera hecho cargo del negocio desde el principio para no despertar sospechas. En la esquina con la rue Saint Joseph, abre sus puertas L’Alliance Catholique, un supermercado “distinguido con el título de proveedor oficial del Vaticano” en el que se expende mucho más de lo mismo: rosarios, crucifijos, medallitas, visores de diapositivas, vídeos píos, mecheros con la imagen de la Inmaculada, botellitas en forma de Virgen para recoger agua de la gruta, cantimploras, bolígrafos, ceniceros, pisapapeles y todos los cacharros imaginables de plástico susceptibles de ser exornados con algún motivo mariano. Pero lo último en imaginería sagrada, según le hace notar una dependienta al peregrino, son los hologramas con la efigie de Jesús: en uno de ellos, aparecen alternativamente la sábana santa y el rostro de Redentor; en otro, Cristo Crucificado –en realidad, un modelo de agencia fotografiado en idéntico trance– abre y cierra los ojos a capricho del observador, que sólo tiene que inclinar levemente el soporte para recuperar el preciso instante de la Expiración: vivo, muerto, vivo, muerto… E incluso, si se mira de soslayo, puede arrancársele una especie de guiño.

Al peregrino, estos juegos peregrinos (valga la redundancia) le ponen un poco triste porque le recuerdan los cromos en tres dimensiones de su infancia, el bollycao en el patio de los Salesianos y el retrato aquel de San Juan Bosco que le seguía por toda la clase con la mirada; y prefiere cavilar, con tal de pintarse una sonrisa, en qué estaría pensando el pobre diablo que se dejó fotografiar para el holograma de marras. (Continuar leyendo la segunda parte).

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Tren de los Lagos (Lleida): el vecino lento del AVE

Tren de los Lagos (Lleida)

El tren pasa junto al embalse de Cellers, al que la neblina y los carrizales hacen parecer un lago natural.

Un viejo ferrocarril para viajeros sin prisa sube tres veces al día desde la ciudad de Lleida hasta la localidad pirenaica de La Pobla de Segur por las abruptas riberas del Segre y del Noguera Pallaresa. Jalonan la vía pueblos medievales, desfiladeros de medio kilómetro de profundidad y cuatro grandes embalses, que parecen lagos de montaña, de ahí el nombre del tren. Comparte la estación de Lleida con los trenes de alta velocidad. Es lo único que tiene que ver con ellos.

Todos los días, de la estación de Lleida salen disparados ocho o nueve trenes AVE con destino a Madrid, los cuales efectúan el trayecto de 460 kilómetros en poco más de dos horas, a una velocidad media de 220. De la misma estación parte el ferrocarril que lleva, en casi el mismo tiempo, a La Pobla de Segur. Ahí acaban, empero, las coincidencias entre aquéllos y éste: en vez de una reluciente máquina Alstom o Siemens, es un cuadradote y más que veterano automotor nacional de la serie 592. Y en lugar de un largo y suave viaje rectilíneo, con una sola parada intermedia, cual hace el AVE, es un ajetreado recorrido de 89 kilómetros, con 17 estaciones, 21 pasos a nivel, 31 puentes y 41 túneles, culebreando por las orillas salvajes de los ríos Segre y Noguera Pallaresa, y por los abismáticos congostos del macizo del Montsec, a un ritmo endiablado de 40 kilómetros por hora.

La verdad es que la inmensa mayoría de los pasajeros no va más allá de Balaguer, población grandecita (16.300 habitantes) y próxima a la capital (30 kilómetros), para la que esta antigualla diésel hace las veces de Cercanías. Pero barajados con los estudiantes y los obreros somnolientos, hay siempre un puñado de individuos que permanecen clavados en sus asientos hasta la última estación, contemplando con los ojos como platos los desfiladeros de más de medio kilómetro de profundidad por los que se abre paso el convoy y los cuatro grandes embalses que han dado nombre a tan insólita línea: el tren de los Lagos. En tiempos de alta velocidad ferroviaria y vísperas de levitación magnética, viajar en un tren que va más lento que una bici y cuesta menos que ir al cine es una gozosa, atípica, diferenciadora y selecta forma de hacer turismo. Sólo para unos pocos.

Tren de los Lagos (Lleida)

El Segre enhebra un arruinado puente medieval cerca de Camarasa. Detrás, las crestas rojizas del Mont-Roig.

Fue durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), período fértil en extravagantes proyectos ferroviarios, cuando se pensó en construir una vía que comunicara Andalucía oriental con Francia pasando por Lleida. Luego el plan se redujo a unir Lleida con Francia y, finalmente, la línea no pasó de La Pobla de Segur. De acuerdo: La Pobla no es Francia, pero ha dado dos ministros (Cortina Mauri y Josep Borrell) y un futbolista internacional (Carles Puyol), mientras que otros pueblos pirenaicos de su tamaño (3.169 habitantes) sólo dan vacas. Tampoco el tren de los Lagos es el Orient-Express, sino una modesta línea sin electrificar que sobrevive en manos de Ferrocarrils de la Generalitat, ofreciendo ocho servicios diarios a Balaguer y tres a La Pobla. No obstante, algunos días señalados de abril a octubre, los vagones son tirados por una locomotora a vapor, lo cual le da un punto distinguido y aún más anacrónico a este tren, ajeno por completo a la moderna manía de ir deprisa.

La primera media hora, hasta llegar a Balaguer, el tren corre (aunque quizá el verbo correr sea un poco excesivo) por la Plana del Segre, paraíso bien regado, podado y alineado de peras blanquillas y limoneras, manzanas y melocotones, nectarinas y ciruelas. Josep Pla era de la opinión que, al atardecer, cuando los melocotoneros fingen un millón de soles, es cuando más bella se ve esta llanura. Sin embargo, cuando de verdad empieza a ponerse interesante el paisaje es al rebasar Gerb y bordear el primer embalse del recorrido, el de Sant Llorenç de Montgai, que está en un entorno abrupto y boscoso, de buena querencia del quebrantahuesos, el águila perdicera y el urogallo.

Tren de los Lagos (Lleida)

El pueblecito de la Baronía de Sant Oïsme y el embalse de Camarasa, vistos desde el tren de los Lagos.

Enseguida se arriba al primer y más largo túnel: 3,5 kilómetros a través de una escarpada montaña de roca rojiza a la que llaman, por eso mismo, Mont-Roig. Bajo las faldas de esta giganta colorada, en una garganta digna de un grabado de Doré, el Segre se tropieza con el Noguera Pallaresa. Desde las tripas de la giganta, el tren se despide del primer río para seguir su viaje por la margen occidental del segundo, que a la salida del túnel aparece represado en el embalse de Camarasa, un espejo de 20 kilómetros en el que se reflejan La Baronía de Sant Oïsme y la estación de Àger.

La Baronía de Sant Oïsme, vista desde el tren, parece un Belén navideño, con su pequeño castillo del siglo XI, su iglesuela románica coronada por una torrecilla de aire lombardo y sus cuatro casitas colgadas sobre las aguas verdes del embalse. También es muy curioso de ver Àger, pero para hacerlo hay que volver otro día en coche, porque el pueblo queda a nueve kilómetros de la estación. Además de su colegiata milenaria y de su trazado urbano típicamente medieval, Àger puede presumir de sus cielos impolutos, que por algo han instalado en sus vecindades el Parque Astronómico del Montsec. Este centro dispone de dos grandes telescopios, de un celóstato para ver imágenes del sol en tiempo real y de una veintena de instrumentos portátiles. Cuenta además con una gran exposición permanente y con el denominado Ojo del Montsec, que es la estrella (nunca mejor dicho) del lugar: un planetario digital multimedia con una cúpula móvil de 12 metros de diámetro, que permite a grupos de hasta 70 personas contemplar recreaciones del firmamento actual o de cualquier época, así como observar directamente el cielo libre de contaminación lumínica de la zona.

Tren de los Lagos (Lleida)

Este viejo ferrocarril atraviesa parajes bellísimos, inaccesibles de otro modo, salvo caminando (y mucho).

El macizo del Montsec, sobre el que descuellan las cúpulas del observatorio, es un monstruoso paredón vertical de anaranjada roca caliza, 1.100 más alto que Àger, al que los dos Nogueras, el Pallaresa y el Ribagorzana, han dado sendos tajos limpios y profundos, hasta la misma base, como si en lugar de dulcísimas aguas pirenaicas llevaran ácido sulfúrico. El tajo más famoso e hipnotizador es el congost o desfiladero de Mont-rebei, en el Noguera Ribagorzana, cuyas paredes de medio kilómetro de altura distan sólo 20 metros en algunos puntos y cuyo único camino es una vieja y estrecha senda de herradura excavada en la roca que produce un pelín de vértigo. Desde la ermita de la Pertusa, un nido de águilas románico sobre el embalse de Canelles, se accede en un par de horas por sendero bien señalizado hasta el corazón del congost. Y en media más, por la senda vertiginosa, hasta el puente colgante sobre el barranco Fondo, donde suele darse la vuelta.

El otro gran desfiladero del Montsec es el de Terradets, un cañón de 600 metros de profundidad que, a diferencia del de Mont-rebei, se puede recorrer sentado, pues por él se cuela el tren al poco de dejar la estación de Àger. Es menos salvaje, pero más cómodo. Al salir por el extremo contrario, ya en la vertiente norte del macizo, se descubre el embalse de Cellers, bordado de carrizales que lo hacen parecer un lago natural. Y, nada más pasar Tremp, el de Sant Antoni, que es el segundo mayor embalse de Cataluña, después del de Rialb, con una presa que, en 1916, cuando se levantó, era la más grande de Europa. En verano se llena de bañistas, pédalos, piraguas, veleros y esquiadores acuáticos. En invierno, en cambio, su agua corta como una guadaña y no se ve un alma.

Tren de los Lagos (Lleida)

A bordo, es difícil prestar atención a otra cosa que no sean los bellos paisajes que baña el Noguera Pallaresa.

Tampoco se ve demasiada gente en Salàs de Pallars, penúltima parada del tren de los Lagos. Salàs, que en su día tuvo una feria de ganado de primer orden, concurridísima, a la que venían tratantes hasta de Albacete a comprar las robustas mulas catalanas, hoy es un pueblo silencioso que vive del recuerdo. O ésa es la intención. Para atraer al turismo se han rehabilitado y ambientando con miles de artículos originales cinco antiguas tiendas (barbería, farmacia, estanco, bar y ultramarinos) en distintos lugares de la población; tiendas en las que el estupefacto visitante puede encontrar de todo, desde el “supermasaje” Barça, un after-shave “científicamente vitaminado” de los tiempos de Kubala, hasta la primera fregona del mundo, marca Rodex, que inventó un español en 1958. En lo que fue la escuela del pueblo, se encuentra ahora el Centro de Interpretación del Antiguo Comercio, que sirve como lugar de recepción de visitantes y como sala de exposiciones temporales, algunas de ellas muy modernas y atrevidas, que no desentonarían en absoluto en una gran ciudad.

En La Pobla de Segur, el tren de los Lagos permanece un par de horas hasta emprender el regreso. No es mucho tiempo, pero suficiente para visitar Casa Mauri, el espectacular complejo modernista con mansión torreada y molino de aceite que ocupan el Ayuntamiento y la Oficina de Turismo. El Mauri que hizo esta casa no fue el ministro Pedro Cortina Mauri, sino el constructor Ramón Mauri i Arnalot, casi igual de importante. Si no se va a volver a Lleida de inmediato, en la otra orilla del río hay un museo dedicado a los raiers o almadieros, los hombres que bajaban estos rápidos gobernando una multitud de pinos y abetos. Las presas se convirtieron en un obstáculo insalvable para aquellos trenes flotantes, pero dieron sentido y belleza a este otro tren, el de los Llacs.

Tren de los Lagos (Lleida)

El embalse de Camarasa es uno de los cuatro grandes represamientos que bordea el tren de los Lagos.

Horarios y tarifas. Hay trenes de Lleida a La Pobla de Segur todos los días a las 9.10, 13.45 y 20.30, y en sentido contrario a las 6.40, 12.56 y 18.05. El recorrido es de una hora y 50 minutos. El billete sencillo cuesta 5,65 euros y el de ida y vuelta, 10,20. Dormir. Zenit Lleida (Lleida; 973 229 191): moderno hotel de cuatro estrellas al lado de la estación, con restaurante de platos llamativos y precios bastante ajustados. Casa Blasi (Sant Esteve de la Sarga; 973 252 244 y 639 325 847): casa de 1870 situada muy cerca del desfiladero de Mont-rebei, con amplio jardín y comidas con productos de la huerta; una opción muy económica. Casa Roca (Sant Martí de Barcedana; 973 651 070): habitaciones espaciosas con vistas al Montsec, en una casa de pueblo llena de rincones evocadores; tiene piscina y restaurante de cocina tradicional (escudella, guiso de cordero con setas, chuletas de cerdo con hierbas y miel…) La Rectoría (Guàrdia de Noguera; 973 650 042 y 679 219 442): hotel rural con terraza, piscina y buen restaurante, cerca del desfiladero de Terradets. Casa Leonardo (Serantes; 973 661 787): posada centenaria en las vecindades de La Pobla de Segur, rehabilitada por una familia encantadora, con contundente cocina de la abuela; sin duda, el mejor alojamiento rural de la comarca. Comer. Monestir de Les Avellanes (Os de Balaguer; 973 438 006): cocina tradicional y de vanguardia, en un impresionante cenobio fundado en 1166, con claustro románico e iglesia gótica; dispone de hospedería. Restaurante del Llac (Cellers; 973 651 120 y 973 651 355): cocina de autor con productos de temporada, en un comedor con vistas al embalse de Cellers. Sole (La Pobla de Segur; 973 680 452): en el hotel homónimo, junto a la estación y dominando un hermoso panorama del embalse de Sant Antoni; especialidad en paella de montaña, truchas, asados y caza. Más información. Turismo de Lleida: 902 101 110. Tren de los Lagos: 932 051 515.

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Navajuelos: la Pedriza de la Pedriza (Manzanares, Madrid)

Navajuelos (Manzanares El Real, Madrid)

La bola de los Navajuelos, haciendo equilibrios en lo más alto, preside este majestuoso paraje granítico.

Bolas de granito en equilibrio. Obeliscos tallados por el rayo y el hielo. Túneles naturales que obligan a avanzar a gatas. Peñascos que nos hacen sentir como hormigas. Navajuelos es el reino de la roca pura y dura, la quintaesencia de la Pedriza, la Pedriza de la Pedriza. Un lugar que, al principio, da un poco de miedo. Pero que luego envicia. Una senda de cinco horas lleva hasta allí.

Julita Zabala estaba angustiadísima. Yendo de acá para allá por la pradera de Navajuelos, de madrugada, Julita Zabala era la viva imagen de la alarma, la zozobra personificada. Cuando a las cinco de la mañana, por fin, Baldomero Sol y José Luis Agosti, éste último herido en una pierna, lograron descender del cancho Rasgao, Julita les reconvino: “Espero que no volváis nunca más a este risco”. Pero Julita, con sólo entrever sus caras a la luz del alba, supo que ambos escaladores ya habían resuelto volver a intentarlo el domingo siguiente: “¡Hijos, sois unos suicidas! ¡Éste es el risco de los suicidas!”. Y con ese tremendo nombre se quedó, hace 70 años, el viejo cancho Rasgao.

No es por darle la razón a aquella señorita, pero la verdad es que esta pradera tiene una belleza que asusta un poco. Al noreste del mogote de los Suicidas, que luce el perfil maligno y cabezón de una mantis religiosa, se alza el cancho de la Herrada, con su fiera cara sur acantilada de 120 metros, la pared de Santillán. Al suroeste, hace equilibrios la bola de los Navajuelos, a la que le quedan dos telediarios, geológicamente hablando, para rodar de su peana. Y, poco más allá, guardan la puerta meridional del enclave el obelisco inclinado del Torro y el risco infernal de las Llamas, donde el granito arde como ardía de impaciencia Julita la noche de marras. Qué mal lo pasó, la pobrecita.

Navajuelos (Manzanares El Real, Madrid)

El obelisco inclinado del Torro (a la derecha) se yergue en las inmediaciones de la pradera de Navajuelos.

Escondida entre todos estos riscos, la pradera de Navajuelos (un navajo es eso: un navazo, nava o terreno llano rodeado de montañas) nos espera, solitaria y callada, a 1.678 metros de altura, en el brazo oriental del circo de la Pedriza Posterior, a medio camino entre los collados de la Ventana y de la Dehesilla; un camino que, para más misterio, nos obligará a gatear por túneles, culebrear por callejones y bordear derrumbaderos. Muy difícil no es, y desde luego no para asustarse, pero un poco en forma sí que exige estar, pues son 14 kilómetros de recorrido, cinco horas de paseo y 800 metros de desnivel acumulado. Tampoco es para hacerlo con niebla, ni en medio de una ventisca.

Para ir en busca de Navajuelos, iniciaremos nuestra andadura en el aparcamiento de Canto Cochino (altitud, 1.025 metros), cruzando el río Manzanares y remontando a continuación el arroyo de la Majadilla por sendero marcado con trazos de pintura blanca y roja. A los tres cuartos de hora, llegaremos a otro puente (próximo al refugio Giner) que no pasaremos, sino que seguiremos hacia el norte por el arroyo de los Poyos, rastreando ahora una senda con señales blancas y amarillas. Y, un cuarto de hora después, vadearemos este arroyo para subir zigzagueando, ya por senda sin señalizar, hasta el collado de la Ventana (1.784 metros; unas dos horas y media desde el inicio).

Navajuelos (Manzanares El Real, Madrid)

Las cabras montesas de la Pedriza sienten particular querencia por estas soledades pétreas de Navajuelos.

De buitre pedricero son las vistas que se dominan, desde el collado de la Ventana, sobre la hoya de San Blas, la Najarra, Miraflores de la Sierra y Soto del Real. Pero todavía serán más impactantes cuando, avanzando hacia la derecha por la senda que recorre la divisoria –marcada, de nuevo, con trazos de pintura blanca y amarilla–, rebasemos el risco de la Ventana (1.828 metros; dos horas y tres cuartos desde el comienzo) y, ya en franco descenso, contemplemos al mediodía el embalse de Santillana, donde parece que la roca de la Pedriza se funde llameante bajo su peso inconcebible.

Buscando siempre el mejor paso entre los riscos cimeros, la senda Termes, que así se llama, nos hará arrastrarnos por un túnel natural, bajo unas peñas desgajadas del cancho de la Herrada, antes de salir –deslumbrados, como recién paridos– a la pradera de Navajuelos (1.678 metros; tres horas). A la derecha, por un pinarcejo sobre el que descuella el mogote de los Suicidas, vira brusca la senda para colarse seguidamente en el callejón que rodea la bola de los Navajuelos y, reptando bajo un pedrusco que lo obstruye, aflorar al jardín del Torro, que jardín es otro de los nombres que reciben, en la Pedriza, estas praderitas agobiadas de roca y belleza. No son jardines de flores, claro es.

Poco después, la senda baja con fortísima pendiente, bordeando el risco de Mataelvicial, hasta el collado de la Dehesilla (1.453 metros; cuatro horas), donde doblaremos a la derecha para descender, por la mucho más suave y andadera cañada del Tolmo, en pos del arroyo de la Majadilla y Canto Cochino (cinco horas).

Navajuelos (Manzanares El Real, Madrid)

La bola de los Navajuelos, al más mínimo temblor de tierra, puede venirse al suelo. Sería una lástima.

Cómo llegar. Manzanares El Real dista 53 kilómetros de Madrid. Se va por la autovía de Colmenar Viejo (M-607), desviándose por la carretera M-609 en el kilómetro 35 y luego por la M-608 a la izquierda. Para llegar al aparcamiento de Canto Cochino, hay que salir de Manzanares hacia Cerceda y coger el primer desvío a mano derecha. Comer y dormir. Casa Goyo (Manzanares El Real; 918 539 484): cocina tradicional con productos de temporada. Parra (Manzanares El Real; 918 539 577): carne del Guadarrama y asados. Rincón del Alba (Manzanares El Real; 918 539 111): especialidad en mariscos y pescados a la plancha. Mirador La Maliciosa (Manzanares El Real; 918 527 065): casa de madera estilo suizo con restaurante especializado en marisco y caza. La Escala (Manzanares El Real; 600 450 741): coqueta casa rural con cuatro habitaciones, salón con chimenea y vistas a la Pedriza. Hotel La Pedriza (Manzanares El Real; 699 902 763): remodelado en 2008, hotel-autoservicio con piscina. Más información. Turismo de Manzanares El Real: 918 530 009 y 639 179 602. Centro de Educación Ambiental del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares: 918 539 978.

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Utrecht, la más vieja y la más joven de Holanda

Bicicleta con niños en Utrecht (Holanda)

Más de la mitad de la población de esta ciudad holandesa tendrá menos de 30 años en 2018.

Es la urbe más antigua de Holanda, de orígenes romanos, y la más joven, pues casi la mitad de los residentes son alumnos de su universidad. Además es una de las mejores ciudades del mundo para moverse en bici (mejor que Amsterdam). Carillones y organillos. Puestos de flores y canales llenos de vida. La casa del único papa holandés y una catedral partida por un tornado.

Debemos confesar que, hasta el otro día, Utrecht no era para nosotros más que un lugar impreciso de los Países Bajos donde se firmó en 1713 el tratado de paz del mismo nombre, por el que España perdió, entre otras cosas, Gibraltar. Pero hete aquí que, después de coger un tren que tarda sólo media hora desde el aeropuerto de Amsterdam, nos plantamos en Utrejt (así se pronuncia) y descubrimos estupefactos, por nuestra incultura y porque no es para menos, la que es la cuarta ciudad más grande del país (312.000 habitantes) y la que tiene la mayor universidad y la población más joven, a tal extremo que, en 2018, más de la mitad de los utrechinos tendrá menos de 30 años.

Es la ciudad más joven y, al mismo tiempo, la más vieja, con una antigüedad de casi 2.000 años, pues fue en 47 después de Cristo cuando los romanos se asentaron en ella para asegurar el confín septentrional de sus dominios a lo largo del Rin. Una ciudad que, ya en tiempos medievales, creció hasta convertirse en una potencia religiosa, con templos a patás, y también comercial, con un ingenioso complejo de canales, muelles y almacenes que, aún hoy, sigue siendo su rasgo físico más característico y cumpliendo una destacada misión, la de entretener a los turistas. En el siglo XVI, era la urbe más importante del país, la orgullosa madre de Adrian Florensz, más conocido como Adriano de Utrecht, que fue, por este orden, maestro del futuro emperador Carlos V, obispo de Tortosa, inquisidor general de Aragón y de Castilla, cardenal, regente de España y papa número 218, primero y último de origen holandés. Detrás de la catedral, en Pausdam, se halla Paushuize, la Casa del Papa, una hermosa mansión renacentista que ordenó construir pensando en su jubilación mientras estaba en España, sin sospechar que no volvería a pisar su ciudad natal. No lo vio venir. Ni siquiera asistió al cónclave que lo eligió. Murió dos años después en el Vaticano, dicen que envenenado.

Paseo en barco por el Canal Viejo de Utrecht (Holanda)

Oudegracht, el Viejo Canal, es la principal arteria de la ciudad antigua y su mayor atracción turística.

Cinco años antes de que Adriano ocupara el solio pontificio, en 1517, se puso la última piedra de la catedral de Utrecht, que se levantaba (y, lo que queda de ella, aún se levanta) donde los romanos habían plantado su fuerte, el Castellum Trajectum. Sea por falta de dinero, comprensible después de dos siglos y medio de obras, o de pericia de los constructores, disculpable al tener que trabajar en un estilo (el gótico) ya casi olvidado, la nave principal se terminó de mala manera, como quedó demostrado cuando un tornado la derribó en 1674, dejando la catedral tal como ahora la vemos, seccionada como por una gigantesca espada láser: a un lado, la cabecera y el transepto, que hoy sirven de templo; en medio, donde estaba la nave, una plaza arbolada; y al otro extremo, la solitaria torre, que así, separada del resto, parece más espigada de lo que ya es. Con sus 112 metros, la torre de iglesia más alta de Holanda es una referencia visual de primer orden, como también lo es auditiva, gracias a su carillón de 50 campanas, y gimnástica, pues después de subir y bajar sus 465 escalones uno puede zamparse con total tranquilidad una fuente de patatas fritas con mayonesa, a las que tan aficionados son en estas poco refinadas (gastronómicamente hablando) latitudes.

A pocos pasos de la torre, fluyen las aguas verdes del Oudegracht (el Viejo Canal), la principal arteria de la ciudad antigua, por la que van y vienen los forasteros en barcos panorámicos (hay dos empresas, Rederij Schuttevaer y Rederij De Ster), lanchas con motor eléctrico, pédalos e incluso góndolas. Los nativos también utilizan el canal para pescar, para celebrar guateques flotantes o para zambullirse en calzoncillos en plena borrachera, como los españoles las piscinas. A uno y otro lado de esta Gran Vía acuática se suceden las tiendas de moda, los restaurantes, los cines, los coffee-shops y los bares de copas con sus terrazas macizadas de fumadores. El día D en Oudegracht es el sábado, cuando una multitud densa como el plomo desembarca en sus orillas y pugna por abrirse paso, a pie o (rizando el rizo) en bicicleta, entre los tenderetes del mercado de flores, cuyos vendedores se desgañitan pregonando rosas y tulipanes bajo la atronadora lluvia musical de los organillos callejeros, que aquí son grandes y potentes como orquestas sinfónicas, si no más.

Bicis y cervecería en Utrecht (Holanda).

Bicicletas en la plaza de la Catedral y uno de los muchos bares de copas de la ciudad vieja de Utrecht.

Si el estrépito de los organillos no nos hace sangrar los oídos y todavía queremos más, podemos acercarnos al Museo Speelklok, una antigua iglesia gótica donde se reúnen en asamblea nada santa, sino muy bulliciosa y verbenera, máquinas cantarinas de hasta 600 años de edad: carillones, cajas de música, flötenuhren (relojes musicales de viento), pianolas, cucos, orquestriones y órganos callejeros, de feria y de salón de baile, tremendos estos últimos, capaces de eclipsar con su estruendo a una banda heavy. Otros museos curiosos de la ciudad son el Catharijneconvent, que está dedicado a la historia del cristianismo en Holanda y es el único del mundo de asunto religioso que muestra barajadas obras protestantes y católicas; y la Casa Rietveld-Schröder, icono del movimiento De Stijl, que es como un cuadro de Mondrian, pero en tres dimensiones.

A estas atracciones diurnas, hay que añadir las nocturnas, ésas que ofrece toda ciudad universitaria que se precie, más una propia y de reciente creación que, a pesar de la nocturnidad, es apta para todos los públicos. Se trata de Trajectum Lumen, una ruta señalizada que permite recorrer a pie la ciudad vieja siguiendo los destellos y reverberaciones de 14 instalaciones artísticas luminosas, todas ellas situadas en lugares significativos. Lugares como la catedral, alrededor de la cual una línea verde neblinosa recuerda el trazado de las antiguas murallas romanas; o como el túnel de Ganzenmarkt, que, iluminado con leds de variados y cambiantes colores, nos transporta a los muelles abigarrados y fragorosos donde se descargaban los barcos de la próspera Utrecht medieval.

Túnel de Ganzenmarkt, en Utrecht (Holanda).

Iluminación artística en el túnel de Ganzenmarkt, una de las 14 estaciones de la ruta Trajectum Lumen.

Cómo llegar. En el mismo aeropuerto de Amsterdam se cogen los trenes que llevan en 33 minutos a Utrecht. Dormir. Apollo (Vredenburg, 14; 00 31 (0) 30 2331232): hotel muy céntrico, en el punto donde se inicia la ruta Trajectum Lumen, con buen buffet para desayunar. Comer. Stadskasteel Oudaen (Oudegracht, 99; 00 31 (0) 30 2311864): casa-torre medieval con fábrica de cerveza y amplios salones en los que se puede comer desde un sándwich hasta un menú de seis platos. Winkel Van Sinkel (Oudegracht, 158; 00 31 (0) 30 2303030): pasta, hamburguesas y brochetas de pollo en un café-restaurante-sala de conciertos con impactante decoración, frente al Viejo Canal. Rechtbank (Korte Nieuwstraat, 21; 00 31 (0) 30 233 0030): ambiente refinado y buena cocina, pero muy, muy, muy slow. Más información. Turismo de Holanda.

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Atrapados en la luna de miel

El laberinto de la luna de miel

La luna de miel es una trampa, un laberinto que conduce inexorablemente a una playa con cocoteros.

Milenios de evolución social y seguimos enredados en esa telaraña pegajosa, en ese laberinto cuya única salida parece ser un viaje caro, cursi y previsible a una playa enmarcada por cocoteros. ¿Cuál es el origen de esa trampa? ¿Viajaban ya nuestros bisabuelos de recién casados a Punta Cana? ¿En cuánto está el récord mundial de viaje de novios más prolongado?

Sobre el origen de la expresión luna de miel existen casi tantas teorías como variedades de miel. Una de ellas, la que más nos divierte, dice que en la antigua Roma había la costumbre de que la madre de la novia llevase todas las noches a los recién casados una jarra con miel para que repusiesen fuerzas y que esa dulce aunque nada excitante intromisión en la alcoba nupcial, más propia de un cuidador de osos que de una suegra, se prolongaba durante una luna, o sea un mes. De ser esto cierto, nada tendría de extraño que las parejas de tórtolos hubiesen decidido desde tiempos remotos abandonar el nido a la primera oportunidad, poniendo unas cuantas leguas de por medio con la señora de la jarra.

Mientras esto sucedía en el cálido y civilizado Mediterráneo, en el norte de Europa se dedicaban a raptar a la zagalas en plan cavernícola, ocultándose con ellas en un escondite del que sólo informaban al mejor amigo –el padrino– y del que no salían hasta que la familia de las rapiñadas daba el “sí, quiero”; ellas, al parecer, no tenían boca. Y se cuenta que por esos mismos bárbaros pagos, en la península de Jutlandia, a la sazón habitada por los teutones, éstos consumían durante la primera luna o mes de casados ingentes cantidades de hidromiel a fin de obtener un hijo varón, pues se suponía que esta bebida alcohólica a base de agua y miel era afrodisíaca. Más que las suegras romanas, seguro.

Sea cual sea el origen de la luna de miel, lo que importa es que ya tenemos a nuestros recién casados –por la fuerza o de grado– sentados en un carro con el cartel de Just married y una ristra de cacerolas colgando de la zaga, y aún no sabemos a dónde vamos.

En 1910, nuestra bisabuela Úrsula Sánchez, natural de Santorcaz, un pueblecito de Madrid lindante con la Alcarria de Guadalajara, se montó con su flamante marido, no en un carro, sino en un burro, y se fue a pasar la luna de miel a Anchuelo, otro pueblecito situado a cuatro kilómetros escasos de distancia en el que no hay nada que ver –salvo una columna donde cayó un rayo y se mató con su caballo un tal Pedro Chivo–, protagonizando el viaje de boda más breve, austero e inexplicable de cuantos hayamos tenido noticia. Es un caso claro de “Contigo, pan y cebolla”, o pan y gachas, que era lo que se comía (y aún se come) en Anchuelo. Y si no miente la ley de Thomas sobre la Felicidad del Matrimonio (“la duración de un matrimonio es inversamente proporcional a la cantidad gastada en la boda”), cabe inferir que fueron extraordinariamente dichosos.

Un siglo más tarde, las estadísticas nos dicen que cada nuevo matrimonio español dedica al viaje nupcial una media de 4.500 euros, la segunda partida en importancia del gasto total de la boda por detrás del banquete (19.000 euros) y por delante del traje de la novia, que, con todos sus complementos, sale por unos 2.000. Nos gustaría poder decir que esos 4.500 euros se invierten en explorar lejanías como Alaska o Mongolia, pero lo cierto es que los recién casados viajan en manada a Cancún, Punta Cana, Varadero…, lugares tan previsibles, tópicos y manoseados que hacen que hasta Anchuelo, con su simplicidad a prueba de turistas, nos parezca exótico.

Más originales, ciertamente, son las perspectivas viajeras de los matrimonios gays, para los que algunas agencias disponen de folletos específicos de lunas de miel con destinos como Ibiza, Sitges, Mykonos, Londres, Tailandia, San Francisco… Aún así, el número de lugares a los que los recién casados del mismo sexo pueden viajar despreocupadamente, demostrándose su amor en público con absoluta naturalidad, es bastante limitado. Lo es por la homofobia que aun impera en buena parte del mundo y, más concretamente, por las leyes que castigan la homosexualidad en 80 países, incluida Jamaica, tan permisiva para otras cosas. Viajar dos hombres de la mano (o dos mujeres) por África está muy complicado, y no digamos ya por la península Arábiga.

Otra moderna variante de la luna de miel convencional, ésta originaria de Estados Unidos, es la llamada procreation vacation, un paquete turístico concebido para parejas que ansían quedarse embarazadas, donde entran en juego masajes, pociones estimulantes y mucho rélax, además, claro es, de lo que uno y otra tienen que poner de su parte. Y luego están los que, deseosos de alargar las blanduras y caprichos de la honeymoon hasta el infinito, se apuntan a la baby-moon, el último viaje antes de dar a luz, que incluye regalos prenatales, tratamientos de belleza para embarazadas y menús uterinos, los cuales, básicamente, consisten en que la futura mamá coma de puro antojo.

Aunque, puestos a alargar la luna de miel, nadie como Eneko Echebarrieta y Miyuki Okabe. Eneko, vitoriano, conoció a Miyuki, japonesa, en Brasil, mientras daba la vuelta al mundo en bicicleta, aventura que le llevó cuatro años. De regreso en Vitoria, se casaron, pero en lugar de buscarse un trabajo serio (como le recomendó George Bush al cineasta Michael Moore), se compraron una bicicleta tándem y, después de conseguir que su proyecto Acercando el Mundo fuera incluido dentro de la Campaña del Milenio de Naciones Unidas, se pusieron nuevamente a dar pedales por el orondo orbe a principios de 2005 con la sana, solidaria y algo exagerada intención de no parar hasta 2015. Tres años y pico después, en junio de 2008, Miyuki se quedó embarazada y la pareja hubo de abandonar por el bien del futuro hijo, pero aún así, el suyo fue un tremendo viaje y, también, una tremenda luna miel, probablemente la más larga de la historia.

Quienes pensamos que la luna de miel es una ñoñez insoportable, además de una ramplonería, una ranciedad y un dispendio, tenemos además otro argumento al que recurrir en caso de debate, y es que nadie quiere pasar por ella dos veces porque, como advirtió Noel Clarasó, “para repetirla, han de suceder cosas muy desagradables”.

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Cala de Enmedio (Agua Amarga, Almería): en medio de la nada

Cala de Enmedio (Agua Amarga, Almería)

Acantilados y repisas de color blanquecino, bañados por un mar turquesa. No son las Baleares. Es Almería.

Antiguos arrecifes coralinos, esculpidos por el viento y el oleaje, configuran una cala deslumbrante, llena de acantilados y repisas que parecen de nieve, cuando en realidad esta es la esquina más árida y ardiente de España. Para llegar a esta playa, una de las más bellas del Cabo de Gata, hay que andar media hora. Es lo malo (y lo bueno) de estar en mitad de la nada.

Cien veces menos conocida y frecuentada que otras calas salvajes de la zona, como la postalera de los Muertos o la hippy de San Pedro, esta pequeña ensenada hechiza al visitante por sus arenas y rocas blanquísimas, que sacan a relucir los colores más alucinantes de la paleta marina: turquesa, esmeralda, verde botella… Estilo cala balear, vaya. Se ha de andar media hora desde Agua Amarga, subiendo por la calle Depósito y luego por el cerro del Cuartel, que en primavera es una gloria colorida y bienoliente de tomillos, lirios, aulagas y siemprevivas, y en verano (¡qué se le va a hacer!) una chicharrera. La recompensa, 130 metros de arena que producen llamativos destellos a causa de no sé qué óxido, flanqueados por acantilados cóncavos y extensas plataformas de blancas calizas arrecifales que aparentan soláriums prehistóricos, con cromañones en porretas incluidos. Hay que madrugar, para no cocerse por el camino, y llevarse unas gafas para bucear en estas aguas de fantasía.

Agua Amarga, la que hace medio siglo era “la tierra más pobre de España” (Juan Goytisolo, Campos de Níjar, 1959), en la que sólo había “lagartos y piedras”, hoy es, milagros del turismo, la población más cool de Almería, con hoteles de arquitectura moruna que no bajan de cien euros ni durmiendo en una tumbona de la piscina. De la antigua aldea de pescadores dedicada a la almadraba, quedan cuatro calles y costanillas bien conservadas en el centro y las barcas varadas en la playa. Camino de Carborenas, pueden verse los restos de un cargadero donde se embarcaba el hierro transportado hasta aquí en ferrocarril desde las minas de Lucainena, en la Sierra Alhamilla, y que estuvo en funcionamiento de 1896 a 1942. Contempladas desde estas altas ruinas, que dominan la bahía de Agua Amarga, las puestas de sol son más románticas todavía.

Cómo llegar. Agua Amarga dista 72 kilómetros de Almería yendo por la autovía A-7 hacia Murcia y tomando la salida 494. A la entrada del pueblo, a mano derecha, está la calle Depósito y, al final de ésta, el inicio del sendero que conduce a la cala. Hay que andar 1,5 kilómetros. Comer y dormir. La Chumbera (Agua Amarga; 950 168 321): platos creativos en un apartado paraje campestre. La Villa (Agua Amarga; 950 13 80 90): cocina de fusión mediterránea e internacional en un chalé con piscina; precio alto. El Tío Kiko (Agua Amarga; 950 106 201): hotel con vistas a la playa y grandes habitaciones con bañera de hidromasaje y muebles indonesios. Más información. Turismo de Almería: 950 881 178.

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